Aire fresco
Juan Pérez Floristán acaba de ganar el Primer Premio del Concurso Arthur Rubinstein, uno de los más exclusivos del mundo. Que un querido amigo como es él gane un concurso de este nivel siempre es una alegría, de aquellas que apetece compartir aunque no haga una especial falta, visto que los medios de comunicación se activan enseguida cuando hay competición de por medio. Pero en este caso lo personal desemboca en otras dimensiones, y esas sí merecen algunas palabras.
Porque Juan no es sólo un fabuloso pianista: es también una personalidad inconformista donde las haya, una persona inquieta que se identifica cada vez menos con la hiperespecialización que ha acompañado la historia de nuestra música, y además un hombre con una consciencia política fuera de lo común, que no tiene pelos en la lengua al hablar de las tantas cosas que deberían funcionar de otro modo en este mundo actual. Además, para él que ya es un nombre propio, ganador en 2015 del primer premio en otro grande como es el Concurso Paloma O’Shea de Santander, el hecho mismo de presentarse a un concurso de esta índole, a los 28 años, era una apuesta delicada. Cualquier resultado que no fuera el primer premio se hubiera podido interpretar como un paso en falso. Pero a la vez era, es y será una oportunidad para encontrar otros espacios en los cuales seguir en libertad una trayectoria que no pasa sólo por los caminos conocidos.
Igual que te hace un directo en Facebook Live en pijama desde su casa o atrapa a la audiencia como contertulio de un programa de radio de máxima audiencia como es La Ventana de la Cadena Ser hablando de música y más cosas con un humor inteligente y desternillante, Juan se acaba de llevar el concurso Rubinstein tras plantarse en Tel Aviv con unas interpretaciones muy poco convencionales de un repertorio arriesgadísimo, para un concurso como éste que tradicionalmente ha exigido la máxima precisión técnica. Y sé de primera mano que se armó un revuelo considerable con su ejecución del 4° de Beethoven, donde inserta de un modo personal y extremadamente convincente gran parte de las variantes del manuscrito de Viena, de cuya existencia supo a partir de la lectura de mi Beethoven al piano.
Parecía temerario, hacer eso en un concurso. Y más considerando que toda su interpretación de esa obra es muy preciosista, con un tratamiento de la dinámica que perfectamente podría ser tachado de “poco estilísticamente correcto” de parte de quienes no quieren que les sorprendan y sólo esperan ver reafirmadas sus certezas. Pero presentarse en un concurso de esa magnitud con una propuesta así es la clase de jugadas que obligan al jurado a decidir donde quiere estar: ¿Seguimos en la continuidad de una tradición atada a los mismos formatos y a los mismos principios interpretativos desde hace un siglo o aceptamos que se pueda cambiar el guion y que la obra no suene necesariamente como la hemos conocido hasta hoy?
En Tel Aviv ha ganado el aire fresco, y Juan no sólo se ha llevado el Primer Premio del Concurso, sino también el premio del público, el de la mejor interpretación de cámara y, lo que es más interesante, el premio a la mejor interpretación de un concierto de Beethoven. No es sólo una alegría para quienes queremos a Juan. Es una buena señal lanzada al mundo que viene. Un excelente precedente para quienes puedan estar preguntándose si vale la pena dar pasos fuera del terreno conocido. Pero también una maravillosa ocasión para reflexiones que trascienden los concursos de piano y posiblemente el propio marco de la música de la que aquí estamos hablando.
Porque Juan Pérez Floristán toca, efectivamente, de un modo bastante personal, y sobre todo se ha atrevido a ser él mismo al 100% en este concurso, con todos los riesgos que esto implica. Pero también conoce las reglas del juego mejor que nadie, tras la solidísima formación que acumuló primero con su madre, luego en la Escuela Reina Sofía y finalmente en la clase de Eldar Nebolsin en la Hanss Eisler de Berlín. Y el resultado es que en su paso por el concurso Rubinstein el dominio del oficio era apabullante: ese control del instrumento y de sus recursos, pero también de los elementos estilísticos y los códigos expresivos que la tradición nos ha dejado en herencia y que son un legado sin el cual cualquier cosa que hagamos, por muy original que sea, puede convertirse al instante en un capricho sin fundamento. No tiene por qué ser así, pero es fácil que así sea.
En este concurso, desde luego, ha pesado muchísimo este poso. Como también se ha notado lo maduras que estaban todas sus decisiones: las convencionales y las que no lo eran tanto. Eso, para mí, también es una lección. Es bonito pensar que este concurso nos diga que el establishment puede aceptar lo que no está tan aceptado. Pero para que así sea hay que hacerlo con tanto criterio y tanto rigor como ha sido en este caso. Otros caminos menos meditados o menos ajustados al tipo de solvencia profesional que hemos consolidado durante el siglo XX van a ser mucho más complejos de entender, de aceptar y de insertar dentro de una tradición que nos acompaña desde hace tantas generaciones ya.
Lo que no saben quienes esta noche han premiado a Juan es que darle una visibilidad aun mayor de la que ya tiene a una personalidad única como la suya puede significar darle también la libertad de que nos siga sorprendiendo, una y otra vez, en el futuro. En la música y, por qué no, fuera de ella. Agárrense fuerte, porque puede pasar de todo.