El Concurso Chopin 2021 ha acabado. Han sido muchos días de retransmisión online que he seguido con especial atención porque suponía que se convertiría en un espacio interesantísimo para reflexionar sobre el estado actual de la interpretación, y así ha sido. Ahora que ya sabemos el veredicto del jurado, aún más.
En este largo post voy a recoger gran parte de lo que escribí en Facebook durante las pruebas, pero desde la perspectiva de un resultado que ya conocemos, y que personalmente no me ha sorprendido. Esa distribución de premios, eso sí, me ha decepcionado: yo hubiera preferido otra. Pero entiendo perfectamente que el sistema de votación y la composición del jurado hayan llevado a ese desenlace.
Vayamos por parte. La sensación, durante todo el concurso, es que nadie tenía claramente el público de su parte, ni en la sala ni en internet, y es probable que el propio jurado, al menos durante las primeras pruebas, no tuviera una idea demasiado definida de quién se llevaría los primeros premios. Lo que sí es evidente es que internet ha estado, en esta edición, especialmente presente porque el Instituto Fryderyk Chopin ha hecho una labor encomiable de retransmisión en directo en Youtube, con subida de las pruebas casi inmediata, un uso perfecto de las palabras clave y una moderación discreta pero siempre presente del chat, contribuyendo a que el seguimiento online haya sido masivo y muy dinámico.
Ahora bien, las redes sociales no han estado presentes sólo a través de esa retransmisión. Ésta ha sido la primera edición de este concurso legendario en que competían personas que mayoritariamente han nacido y crecido con internet. Personas que hemos visto literalmente crecer a través delas redes, donde empezaron a circular videos suyos cuando tenían 3 o 4 años, y sobre todo que llegan al concurso teniendo hoy una presencia en internet mucho mayor la que tienen todos los miembros del jurado llamado a evaluarles.
Parece una paradoja, pero no lo es. De hecho, la persona más “famosa” (en sentido literal de “ampliamente conocida”) que haya pisado estos días la sala de la Filarmónica de Varsovia no estaba sentada escuchando y tomando notas como parte del jurado: estaba compitiendo. Y esperando el veredicto de ese jurado tal vez prestigioso pero que a los 800.000 followers en Youtube no llegarán jamás. Por no llegar no llega ni siquiera Martha Argerich, que decidió al último momento no participar en ese jurado. Pues 857.000 suscriptores tiene en este momento Hayato Sumino en Youtube, ahí conocido como Cateen.
Cateen es un fenómeno que merece un post aparte, y ya sé que le voy a dedicar un espacio en mi próximo libro. Pero lo que más llama la atención de su participación en este concurso es que ha jugado todo el tiempo con las reglas de la tradición. Justo él que podría haber hecho perfectamente —si no al principio, por lo menos en la última prueba como solista— lo que suele hacer en sus videos: variar las obras, improvisando y desarrollando material ajeno y componiendo obras propias con una soltura francamente admirable. (Para tener una idea de aquello a lo que me estoy refiriendo, escuchen estos “Seven levels on Twinkle Twinkle Little Star”, si aún no han tenido la experiencia de hacerlo: 7 merecidísimos millones de reproducciones en poco más de un año en Youtube).
Hayato Sumino ha evitado presentarse con su nombre de youtuber y se ha presentado con su nombre real (algo no tan obvio, considerando que el propio ganador no se llama Bruce de nacimiento, ni el pasaporte del sexto premio debe de incluir las dos jotas maýusculas sin punto y con espacio que aparecieron todo el tiempo como parte de su nombre) y sobre todo ha tocado siempre, una a una, las notas escritas en la partitura, siguiendo rigurosamente el canon interpretativo tradicional. Maravillosamente bien, la verdad. Y así ha llegado a la semifinal, lo que ya es un enorme logro. Es cierto que al menos ahí habría podido haber cambiado de marcha, tal vez dejando anonadado el público con algunas de sus proezas y así poniendo sobre la mesa el ya trilladísimo problema de hasta qué punto una obra sigue siendo esa obra o no. ¿Qué habría pasado, en ese caso? El jurado, desde luego, se habría encontrado en un aprieto y probablemente habría determinado que eso no es aceptable por eso “no es Chopin”, quién sabe si con discrepancias llamativas y portazos como los que se dieron en 1980 con Ivo Pogorelich. En cualquier caso, habría sido el evento central de esta edición: nadie se habría escapado del pronunciarse al respecto. Pero no lo ha hecho. Y la consecuencia es que, una vez empezada la final con orquesta, todos los comentarios se han concentrado en los premios y ya casi nadie parecía acordarse de Sumino.
Ahora bien: el tema de la fidelidad al texto es doblemente interesante porque la presidenta del jurado, Katarzyna Popowa-Zydroń, insistió con firmeza, tras la final, en que no premiaron simplemente a “los mejores pianistas”, en abstracto, sino a los más “chopinianos”. Maravillosa afirmación. Pues resulta que Chopin era el primero que animaba a sus alumnos a ornamentar el cantable. Y amaba los pianos sin doble escape. Y detestaba el fortissimo atronador. Y era muy pulcro con el pedal. Y estaba a gusto en la intimidad de los pequeños auditorios. Pues nada de esto ha premiado este jurado. El fortissimo ha triunfado, las dinámicas propias del piano moderno se han explotado hasta el extremo y el pedal sincopado ha sido la norma, generando sonoridades inimaginables en 1840. Porque esa forma “chopiniana” de tocar no tiene que ver con lo que hacía Chopin, sino con el Chopin que ha creado la tradición con el paso de las generaciones. Y que seguimos creando y recreando, con mayor o menor imaginación, hoy en día. Por ello es interesante seguir un concurso como éste: porque nos da el pulso de lo que está sucediendo, no sólo entre quienes evalúan encarnando esa misma tradición, sino también entre las jóvenes generaciones que están recibiendo ahora mismo ese legado y van a encargarse de transmitirlo.
La propia fidelidad al texto es en realidad la fidelidad a una tradición que ese texto ha decido convertirlo en música de una determinada manera. Entiendo perfectamente la voluntad de Cateen de jugar con las reglas de la tradición, aunque sea una vez en su vida. Y si hubiera ganado, habría sido una validación excepcional de su maestría, que a su vez le habría permitido desplegar su propia música en escenarios para él menos accesibles. Pero un juego implica un riesgo, y él decidió en libertad qué jugada hacer. Tenía otras opciones, y ha optado por la más conservadora, la más mimética con la tradición. Él, que es realmente prodigioso modificando el texto y transitando entre códigos musicales diferentes, no ha hecho ni siquiera un tímido intento de añadir ornamentos en un nocturno. Más ha hecho J J Jun Li Bui, de cuyas habilidades improvisadoras y compositivas no sé nada, pero que sí ha dejado caer algún que otro añadido en sus (por mi gusto maravillosas) Mazurkas op. 24. Y que, mira por dónde, sí ha pasado a la final. No (sólo) por eso, quizás, pero el resultado ahí está.
Hayato Sumino (o Cateen, según queramos llamarlo) no ha sido el único en llegar al concurso desde un lugar que convierte su participación en algo nunca visto antes. Y aunque la jugada habría sido más redonda si hubiera alcanzado esa ansiada final, la visibilidad ante el público clásico internacional y también la validación moral de la academia se las ha ganado con pleno mérito. Quién sí ha llegado a la final, y llevándose finalmente un segundo premio, es otro japonés que voy a seguir muy de cerca en el futuro: Kyohei Sorita. Maravilloso pianista, francamente, y que varias cábalas dieron todo el tiempo como posible ganador. Debe de haber gustado mucho al jurado en las dos primeras pruebas si ha llegado a la final a pesar de una tercera prueba que en todos los sentidos no estuvo a la altura de las dos anteriores, tanto que su propia expresión facial manifestaba un claro y comprensible malestar.
La cuestión es que también en su caso, como en el de Cateen, el concurso no parece ser tanto una forma de “darse a conocer” como la plataforma desde la cual la tradición diga de él: “lo que haces es válido”. Porque también Kyohei Sorita tiene ya una carrera, que lucha a pulso como empresario de sí mismo. Organiza sus conciertos, con su propia compañía y orquesta propia, con la que ha grabado, para entendernos, el Tercero de Rachmaninov, y durante el confinamiento de 2020 consiguió que sus conciertos de pago en Youtube fueran de los más seguidos de la red. De nuevo, todo muy merecido, porque Sorita —que tiene un perfil de intérprete más “clásico” que Cateen y ya se acerca a los 30 años— es un magnífico músico, además de ser una persona emprendedora, con ideas y mucha iniciativa. Pero a eso se une un detalle interesantísimo: la preparación de este concurso la ha hecho bajo la guía de Piotr Paleczny, que mira por dónde estaba sentado en el jurado (donde no era ni mucho menos el único que tenía alumnado compitiendo: 7 de los 12 finalistas tenían relación con miembros del jurado).
Podríamos pensar que a su edad y con su currículum Sorita ha ido literalmente a “comprar” el concurso. Yo prefiero verlo de otro modo: ha planificado el concurso meticulosamente, yendo a que le explicaran punto por punto de qué está hecha esa tradición que este concurso encarna más que cualquier otro. A conocer esa tradición polaca de entender a Chopin de la que Paleczny es hoy el máximo representante y, más en general, a comprender en detalle lo que se aprecia y lo que se castiga en este concurso que nadie conoce tan bien como él.
Porque, tengámoslo bien claro, el Concurso Chopin no está para buscar figuras extraordinarias que toquen de un modo excepcional, sino para celebrar la tradición. Siempre ha sido así y no hay señales de que la cosa vaya a cambiar. Que después haya margen para que quien consiga el primer premio sea también una personalidad única, esto puede ser. Pero lo que se exige de ella es, de entrada, que no rompa con un molde antiguo y consolidado. Lo que no quiere decir que estemos asistiendo a un viaje en el tiempo, como si lo que escuchamos online estos días habríamos podido verlo tal cual hace 40 años, y no sólo porque hace 40 años no habríamos podido seguir un concurso por internet: tampoco habríamos asistido a una retransmisión tan deseosa de acercar esta música al gran público, ni se habría dado tanto peso a la dimensión humana de cara participante, con entrevistas, videos previos desde sus casas, y otro material análogo. Pero ¿qué música NO habríamos escuchado, hace 40 años y que en cambio estamos escuchando hoy? Aquí la cosa se complica, porque el canon se ha movido poquísimo, y las novedades, en un fortín de la tradición como es este concurso, parecen no tener mucho espacio. Y efectivamente hay que buscarlas entre líneas, en detalles mínimos y mucho menos evidentes de aquello que mientras tanto está sucediendo en los escenarios allá donde la escena clásica sí apuesta fuerte por la experimentación. Las hay y de ellas hablaré a continuación. Pero me temo que lo más interesante de todo es que globalmente seguimos escuchando a tanta, tantísima gente que toca maravillosamente bien siguiendo sumisamente un guion que es el mismo que escribió la generación de Artur Rubinstein.
Justo de aquí hay que partir: tanto en lo que a repertorio se refiere como si hablamos de la forma de tocarlo, la manera de presentarse ante el público, el uso de la agógica y de la dinámica, el manejo del pedal y tantos otros aspectos, lo que hemos escuchado estos días se movía dentro de una horquilla que deja poquísimo margen de acción. Lo que sí podemos apreciar es cómo se está jugando dentro de ese angosto campo de juego en que hemos encerrado la interpretación.
Ahora bien: insisto en que aquí hablamos justamente de “lo que hemos escuchado estos días”. Lo que no coincide, ni mucho menos, con “lo que el jurado ha escuchado estos días” (y el público presente en la sala, de paso). Porque una cosa es seguir el concurso por internet, y otra muy distinta es estar escuchándolo en directo. Distinta es la experiencia, distinto es el nivel de concentración y distinta —enormemente distinta— es la información que procesamos durante la escucha. En internet el sonido llega acompañado de unas imágenes cargadas de primeros planos, que magnifican el impacto emotivo de las expresiones faciales y evidencian detalles de la movilidad de la mano que en sala están supeditados a la percepción total de la figura. Y la mayoría de las personas escuchan el concierto leyendo en paralelo un chat que ha sido siempre muy activo y condiciona enormemente nuestra percepción. Pero sobre todo es el sonido el que es totalmente distinto, incluso si escuchamos (cosa más bien minoritaria) con unos auriculares de buena calidad y en relativo silencio, en lugar de hacerlo directamente del pequeño altavoz de un teléfono celular. Para poderse escuchar bien por internet el sonido necesita mucha compresión, condicionando profundamente las diferencias tímbricas y los contrastes dinámicos. En las dos primeras pruebas de este concurso, imagino que con el objetivo de preservar cierta fidelidad, la compresión era menor, pero a cambio había activo un limitador infernal que bajaba de golpe los picos dinámicos. El problema se corrigió en los días siguientes y no lo noté para nada en la final, pero esto da la idea de hasta qué punto las dinámicas que apreciamos son el producto de cómo la señal captada en sala se transforma hasta llegar a nuestros oídos. Si a ello añadimos que la propia percepción del sonido está condicionada directamente por los restantes estímulos que nuestro cuerpo procesa, no es equivocado decir que, desde casa, estamos escuchando otro sonido no sólo debido al audio, sino al propio video, y a las múltiples variables que condicionan la naturaleza de una experiencia que demasiadas veces pensamos como únicamente sonora e idealmente análoga a lo que viviríamos si no estuviera mediando la grabación.
Tengo la sensación de que este problema está detrás de algunas de las más aparentemente inexplicables decisiones del jurado, en positivo y en negativo, pero no puedo tener ninguna certeza de ello. La sonoridad impalpable de Chelsea Guo, por ejemplo, sonaba magníficamente en internet. Seguí con especial interés el caso de esta mujer porque en su disco chopiniano publicado al inicio de este 2021, además de tocar, ella canta, autoacompañándose al piano en algunas piezas breves: una práctica decimonónica que es ahí una simple anécdota pero habría sido todo un evento en un eventual concierto de premiación. A Chelsea, en cambio, la eliminaron en la primera prueba, a pesar de que su Nocturno op. 62 nº 2 me pareció maravilloso, y toda su prueba fue convincente (más que otras que sí pasaron a la siguiente ronda), aunque no consiguió disimular cierto comprensible nerviosismo. Fue convincente tanto en lo musical (empezando por el hecho de que en su cantabile sí se nota su experiencia vocal) como en la excelente actitud corporal. Pero eso es lo que escuchamos y vimos desde casa. No descartaría en absoluto que en vivo ese sonido se volviera tan etéreo como para diluir el encanto y mostrarse incapaz de llenar la sala entera.
Por otra parte, quienes sí tienen un sonido grande y potente puede que no hayan sonado tan bien en redes como lo hicieron en sala, y entre ellos el propio Martín García García, que francamente no pareció brillar tanto como nos hubiera gustado en las tres primeras pruebas y sin embargo en la final soltó un Concierto Op. 21 que sonó magníficamente en todos los sentidos. De hecho, tantísimas personas que seguían el evento por internet, que no le habían escuchado nunca antes de este concurso y tenían el único referente de esas tres pruebas tal como se escucharon desde la distancia, no escondieron su sorpresa ante todo lo que nos regaló en la final.
Es cierto: parecía otro pianista. Y la verdad es que todo lo que no le ayudaba en las pruebas a solo (no sólo el sonido probablemente excesivamente grande para ser captado de ese modo, sino también esas muecas que tanto le caracterizan y que los primeros planos agigantaban, pasando por las diversas imprecisiones que una toma de sonido tan directa magnificaban) dejó paso en la final a un despliegue de gran pianismo que aquí se apreció mucho mejor, gracias a unas cámaras más alejadas y una toma de sonido pensada para cubrir el conjunto del escenario y el tutti de la orquesta. Y tengo la sensación que otro tanto ha pasado con Eva Gevorgyan, que tampoco pareció brillar en las pruebas a solo tanto como era de esperar y luego parecía dominar fabulosamente la situación en la final desde la altura de un pianismo que hasta entonces no habíamos podido apreciar.
Por supuesto, Martín tocó maravillosamente bien en la final; tuvo un buen día y probablemente por fin entró de lleno en el ambiente de este concurso, lo que en su caso no es tan obvio considerando que, frente a candidatos que llevan años preparando exclusivamente este concurso, él se ha pasado los últimos dos meses manejando el repertorio colosal necesario para abordar en pocas semanas otros de los grandes concursos internacionales, el de Cleveland (que ganó) y el Liszt de Budapest. Pero cuando escuchamos el sonido grabado o retransmitido no estamos escuchando lo que allá suena, sino algo que únicamente se le parece, y puede que ni siquiera tanto. Por eso a Martín hay que ir a verle en vivo. Y a cualquiera que haya despertado nuestro interés. O disfrutar de lo grabado, pero sin autoconvencernos de que estamos escuchando lo que hubiéramos escuchado teniendo a esa persona delante. Porque no es así.
Los concursos en internet son fascinantes, pero si siempre es cierto que la percepción del jurado es bien distinta de la de cualquier oyente, lo es mil veces más cuando lo que escuchamos está tan condicionado por un medio donde todo, desde lo que vemos a lo que oímos pasando por nuestra propia forma de vivirlo todo, es tan increíblemente diferente. Algo que, naturalmente, se aplica también a cualquier ocasión de escucha, independientemente de la emoción agridulce de la competición.
Pero la competición hace que toda la perspectiva cambie, creando una dimensión propia que, por otra parte, se parece poco al día a día de la vida concertística. La cantidad de primeros premios que luego NO hacen carrera se explica en buena medida por la especificidad del formato tradicional de concurso, pensado para premiar una forma de proponer la música que poco tiene que ver con la realidad del concierto. Aquí escuchamos una interpretación tras otra, a menudo repitiendo obras, una y otra vez, varias veces en una misma tarde. En un concierto esto no sucede, ni el público escucha a alguien con la referencia auditiva de otra persona tocando en esa misma sala justo un minuto antes. Y en este concurso, además, la inmersión en la música de Chopin crea una realidad cognitiva propia, donde la elección de las obras actúa de un modo distinto incluso con respecto a otros concursos internacionales. Lo que, por otra parte, permite apreciar de manera especial la originalidad de ciertas propuestas y, a la vez, la resistencia de una tradición basada en primer lugar en la continuidad.
Fijémonos un momento en el repertorio. Todo Chopin, evidentemente: en este concurso no se escucha otra cosa. Pero Chopin no ha escrito sólo baladas, scherzos, polonesas, nocturnos y otras obras conocidas: ha compuesto muchas otras piezas que incluso publicó con número de opus, dándole con ello todo el relieve que luego la posteridad no ha querido darle. Y en esta edición es evidente que, aquí y allá, ha habido cierta voluntad de rescatar un repertorio no tan convencional.
Hemos escuchado puntualmente piezas que es realmente raro ver en los escenarios y aún más en los concursos, como las Variaciones op. 12, el Largo KK IVb/5, la versión a piano solo de las Variaciones op. 2, o el Rondó à la Mazur op. 1. Y hemos escuchado un número sorprendente de veces el otro Rondó à la Mazur, el maravilloso op. 5. Tantas han sido que no me extrañaría que próximamente veamos esta obra mucho más a menudo en los conservatorios y en los programas de concierto. De hecho, creo que se ha escuchado más veces esta obra en esta sala en estas tres semanas que en cualquier sala de concierto del mundo a lo largo del último siglo, y más de una vez de un modo realmente maravilloso. Aquí yo me quedo sin duda con el ya citado Sorita pero no fue la suya la única interpretación destacada de esta pieza deliciosa. Ahora bien: si para algunas obras ha habido una visibilidad insólita, otras permanecen en el olvido: el Allegro de Concierto op. 46 sigue sin interesar a nadie, y lo mismo la Sonata op. 4.
El catálogo de Chopin, es cierto, es el que es: por mucho que busques, acabas por caer una y otra vez en las mismas piezas. Podríamos ser más originales a veces, y es esperanzador que se rescaten páginas no tan interpretadas, pero el margen es pequeño, y el resultado salta a la vista: las mismas obras interpretadas una y otra vez por docenas de concursantes. Y aquí viene el punto que más me interesa. No sé si le pasa a otra gente, pero a mí escuchar 35 veces la Barcarola en el arco de pocos días se me hace realmente pesado, por muy maravillosa que me parezca la obra. Y se me hace tan pesada la escucha porque se trata de escucharla 35 veces prácticamente a la misma velocidad, con dinámicas enormemente parecidas, una agógica que responde siempre al mismo patrón, el pedal cambiado exactamente en los mismos sitios (y ni una vez que coincida con las indicaciones de Chopin, por cierto). Si a cada interpretación descubriera matices desconocidos, todo cambiaría. Pero no es lo que sucede, y en este concurso menos que nunca.
El caso extremo ha sido precisamente la final con orquesta, donde 9 de los 12 candidatos han presentado el mismo Concierto op. 11. El primer día, directamente, 4 de 4. Es cierto que escuchar la misma obra tocada prácticamente al mismo tempo y dentro de un mismo marco estético global permite que la atención se concentre inevitablemente en la pulcritud del acabado, consiente apreciar determinados detalles y evidencia la capacidad de generar un ambiente de diálogo con la orquesta y el director. En un concurso, esto tiene su interés. Pero hablamos de detalles, especialmente cuando de “calidad” de la interpretación se trata. Con un margen de movimiento tan angosto, identificar una “idea”, una propuesta propia, cuesta enormemente.
El caso de este Primer Concierto es especialmente interesante porque entre sus primeras grabaciones hallamos muestras perfectas de qué quería decir ser intérprete antes de ese filtro neoclásico del aún que nos cuesta deshacernos. Las grabaciones históricas de Moriz Rosenthal y de Josef Hofmann, ambas realizadas en la década de 1930, me parecen ejemplos paradigmáticos de lo que representa defender una idea fuerte y definida de una obra. El primer tiempo se convierte con Rosenthal en una ópera en miniatura, con sus recitativos y sus arias, sus interludios orquestales y sus golpes de escena. El tempo cambia continuamente, pero de forma modular, por secciones, como cambian los números de un acto de una ópera. Nada de ello encontramos en Hofmann, ese movimiento lo toca a un tempo esencialmente constante y muy rápido: lo que antes era una ópera se convierte en una danza, un único colosal vals, casi una antesala de la Burleske de Strauss. La acentuación lo aglutina todo, y dentro de ese pulso constante hallamos la variedad de caracteres, como si fuera una versión agigantada de los grandes valses op. 18, el 34 nº 1 y 42. Sin cambiar el texto, la obra se vuelve completamente otra cosa al cambiar de intérprete.
En la primera velada de la final hemos escuchado a Kyohei Sorita tocar fabulosamente bien este concierto: maduro y muy curtido en el diálogo con la orquesta, era un placer ver con qué arrojo dominaba la situación; la propia orquesta estaba tocando mucho mejor con él que con el resto de concursantes y le ha permitido entregarse a sus preciosismos decorativos sin perder nunca el hilo del discurso. Y hemos escuchado a Hao Rao, que a los 17 años ha mostrado una solvencia que la mayoría del jurado llamado a evaluarlo estoy seguro que no ha tenido en ningún momento de su existencia. Y a Leonora Armellini, siempre con el canto como seña de identidad, capaz de dar un sentido expresivo hasta al más mecánico de los arpegios. Y a Kamil Pacholec, que si no fuera polaco probablemente no habría estado ahí, pero ha mantenido altísimo el nivel medio de primer cuarteto de concursantes. Francamente, entre los cuatro las diferencias había que mirarlas muy entre líneas. No hemos visto ni remotamente una diferencia estética comparable con aquella que separa Hofmann de Rosenthal. Y me llamó la atención ver en el chat de la retransmisión en directo las afirmaciones contundentes de quienes estaban totalmente convencidos (aquí sí uso el masculino, porque suelen ser un buen 98% hombres quienes hablan así) de la absoluta superioridad de uno sobre otro, pero no se ponían de acuerdo acerca de quién era “uno” y ese “otro”. Sorita se ha llevado la mayoría de los comentarios positivos, es cierto. Pero el punto es la contundencia con la que una interpretación les parecía tan extraordinariamente superior a cualquier otro. Pues yo debo de saber poco de piano, porque esa absoluta superioridad no se la veo. Como no consigo ver tan absoluto el supuesto desastre que una parte importante de los comentaristas ha visto en la prueba de hoy de J J Jun Li Bui (otra vez el primer concierto), que es cierto que parecía un poco acelerado en el último movimiento, pero también por ello podía resultar electrizante. Y si ha gustado tanto el siguiente Segundo Concierto de Alexander Gadjiev, ¿no será en gran medida porque era otra obra, después de tanto empacho de ese Op. 11? Aunque es cierto que en el segundo movimiento Gadjiev ha tocado de un modo muy interesante, con pasajes realmente llamativos. Eso sí: varias notas falsas, y algunas muy evidentes. Pero ¿es esto tan grave? Hemos oído muchas notas falsas en concursantes que sí han pasado sus pruebas, y el tan alabado Sorita tampoco es que haya sido impecable, como tampoco lo han sido Martín García y Liu, . ¿Y entonces? Las notas falsas, de por sí, claramente no son un problema, hoy en día. Tal vez lo hayan sido en la época de Zimerman. Hoy, desde luego, no. Y está muy bien que así sea. De hecho, si lo fueran, muchas de las personas que han llegado a la final no lo hubieran conseguido, porque perfectas, sus primeras pruebas, no lo fueron.
Ahora bien: si las notas falsas no lo son todo y el repertorio es en su mayoría tan canónico, el margen es realmente pequeño. Si, además, no lo aprovechamos, queda muy poco. Y en ese poco nos movemos. Dentro de este “poco”, y en medio de muchísimas decisiones que siguen a rajatabla el modelo de las grandes figuras de la discografía, sí ha habido tres tendencias, estos días, que me parecen relevantes. Tres aspectos que han sido comunes a un número considerable de concursantes y que de ningún modo habríamos oído por igual hace medio siglo. Repito: hay que buscarlas entre líneas, pero las hay, y forman parte de lo que también vamos oyendo en los escenarios, dentro de este paradigma interpretativo que no parecemos querer cambiar.
- La asincronía entre las manos. Y en ambas direcciones: no sólo retardando la línea superior sino también, con frecuencia, adelantándola con respeto al bajo o a ciertas voces internas. Ya se llegue a él desde la familiaridad con la música antigua o desde la creciente fascinación por las grabaciones históricas o simplemente por un relajarse un poco tras tanta rigurosa sincronía, el caso es que este camino está ya muy consolidado, en los escenarios y estas semanas lo hemos visto constantemente. No en todo el mundo, pero en multitud de situaciones y entre manos muy diversas. Ahora bien: permitirse no tocar simultáneamente aquello que en la partitura sí está escrito en vertical no quiere decir que esa asincronía responda a un criterio claro. Y esto también me ha parecido evidente, especialmente en los casos más extremos.
- Un rubato cada vez más omnipresente y a menudo capaz de arrastrar con cualquier continuidad de pulso. De nuevo, no es una excentricidad de alguna figura de última hora ni una deriva propia de estudiantes sin dirección: es una realidad que se está adueñando de los escenarios, incluso con fuguras muy aclamadas. El concurso viene más bien a ratificar una tendencia, más que a aportar algo nuevo. De hecho, no parece haber sido un problema a la hora de seleccionar quienes pasaban a las siguientes rondas.
- La tendencia hacia una sonoridad mórbida que coquetea con el postminimalismo y cierto jazz soft. Un número sorprendente de propuestas (que no todas, por supuesto) apuntaban claramente en esa dirección, especialmente a la hora de moldear las líneas melódicas. El modelo vocal a menudo no parece ser ya el canto lírico (tal alejado de la experiencia diaria de esta generación, de hecho) sino la vocalidad de la música pop, con esos finales de frases tan matizados hasta perderse en el silencio y una sonoridad global que no tiene problemas en desembocar en un aire a piano bar.
¿Es este el mundo que nos espera? El puente hacia unos códigos propios de la música popular está claramente tendido. No digo que me guste: me limito a observarlo. Dentro de lo que oigo y que parece moverse en esa dirección hay cosas que sí me gustan y otras que no. Un poco como en todo el mundo que me rodea. Pero sí quiero entender adónde estamos yendo. Y aquí el impacto de lo que haya podido pensar este jurado es más bien anecdótico, porque este mundo lo vamos a hacer colectivamente. No hay autoridad que pueda parar un giro estético de toda una generación. Lo que me parece es que no se trata de un viraje, sino de un sutil cambio de trayectoria. Tan inocuo que ni siquiera escandaliza a la anterior generación. Apenas alguna cosa sí se va del camino marcado, las reacciones son claras. Georgijis Osokins no me gustó en ningún momento, pero es indudable que tenía una forma de tocar bastante original, estilística y biomecánicamente: ni siquiera llegó a la final a la que sí había llegado en 2015. Y los dos minutos probablemente más razonadamente alternativos de toda la competición de este año nos los ha regalado Eva Gevorgyan con el último movimiento de la Sonata op. 35. Pues de ella concretamente dijo Katarzyna Popowa-Zydroń que sí habían sopesado darle algún premio y que era una magnífica pianista, pero que su manera de tocar no era estilísticamente adecuada… Et volià.
El paso de Eva Gevorgyan por el concurso ha sido bastante irregular y es innegable que no haya mostrado todavía un aguante merecedor de uno de los primeros premios. Pero tampoco Kyohei Sorita y Martín García García hicieron un concurso homogéneo, y, en cambio, se llevaron premios importantes. La cuestión es que no debieron de poner nervioso al jurado en ningún momento. Sin duda debieron de gustar más en ciertos momentos que en otros, pero no debieron de bajar nunca debajo de esa línea roja que tiene que ver con el tocar en un estilo inaceptable. Lo que significa, en realidad, no distanciarse demasiado de lo que la tradición en este momento considera adecuado: de ese “verdadero Chopin” que ese jurado sí sabe tan bien cuál es.
Muchas personas, tras leer en Facebook mis largos posts sobre esta edición del concurso, me han pedido que comentara los resultados. Ahora bien, si lo pensamos bien, el veredicto, en un concurso como éste, tiene un impacto bastante relativo. A diferencia de lo que sucede en otra clase de competiciones, en los grandes concursos internacionales el resultado suele ser interesante esencialmente por dos razones: (1) porque efectivamente dará mucha visibilidad a quién se lleva el primer premio (y sólo en parte los otros premios, a mucha distancia) y (2) porque suele ser un reflejo de cómo la generación anterior valora lo que está haciendo un grupo selecto de pianistas cuya edad media suele estar en torno a los 25 años y que es, en todos los sentidos, la generación destinada a sustituirles. A partir de ahí, que el primer premio sea el que hace carrera o no, no está nada claro: en las últimes décadas son muchas las personas que han triunfado SIN ganar concursos importantes (Kissin, Volodos, Lang Lang y Yuja Wang, por citar solo algunos casos) y a otras que, si han ganado algo, han sido premios menores (Khatia Buniatishvili y Lucas Debargue, para citar tan sólo dos casos recientes). ¿Hará carrera Bruce Liu? Yo, francamente, lo dudo. Es posible que sí, por supuesto, y este primer premio le abre muchas puertas. Pero de ahí a construirse una carrera hay un trecho. Y Bruce Liu ha ganado porque las reglas del juego le han favorecido. En muchos concursos —y en éste en particular, debido a las normas de votación y las características de un jurado muy grande y con una importante representación de personas que no tienen una intensa carrera concertística internacional— no gana quien destaca, sino quien consigue molestar menos. Unas pocas notas muy bajas bastan para hundir la media, aunque otros miembros del jurado hayan dado a esa misma persona unas notas muy altas; siempre saldrá ganando quien haya conseguido que todo el jurado le dé una buena nota, aunque sin entusiasmar ni parecer el candidato ideal. Y con Bruce Liu supongo que haya sucedido precisamente esto: su manera de tocar no tiene nada de excepcional y sin embargo es sólida y proporcionada, perfecta para las expectativas de este concurso.
Liu ha sido la persona adecuada en el momento adecuado. Seguramente no ha generado estridencias entre el jurado y, si volvemos un momento la mirada hacia aquellas tres tendencias que destaqué antes, quizás haya sido el más conservador entre quienes se llevaron un premio. ¿Una casualidad? Quizás. Lo que es indudable es que es un pianista excelente, como ha demostrado durante las pruebas y ha ratificado durante el tour-de-force de los conciertos posteriores a la final, donde tocó el Concierto op. 11 cada día siempre con un aguante impecable, propio de un verdadero profesional. Un primer premio que no podría encajar mejor con la estética y la lógica de ese “reloj Chopin” serie limitada que patrocinó la competición. Que no es un Rolex ni lo intenta: es otra cosa. Es el Estudio “revolucionario” hecha producto de lujo. Es la fragilidad de Chopin convertida en performance de alta precisión. Lo que tiene mucho mérito, porque no es nada fácil llegar a eso, si eso es lo que quieres. De ahí que la manera de tocar de Bruce Liu sea tan interesante de observar:
- Tiene un control mecánico muy consistente, aunque no es impecable (el último, espectacular fallo al empezar la escala conclusiva de la prueba final ha sido tan solo la más clamorosa de varias imprecisiones: simplemente más grave que otras porque ese re a todo volumen convertía el acorde de tónica final en una curiosa dominante de la subdominante, y ahí acabo el concierto…).
- Toca de un modo flexible y nunca banal, con una agógica variada, una pedalización muy pulcra y muchos contrastes, pero sino ideas inconfundibles que permitan reconocer en él una personalidad fuera de lo común (y en más de un caso sus elecciones me dejaron bastante perplejo, como tocar como vals vienés el Vals op. 42, que justamente es el más francés de todos los grandes valses de Chopin; supongo que a nadie del jurado eso le pareció “fuera de estilo”).
- Por supuesto no cambia ni una nota, ni se aleja jamás de la horquilla marcada por la tradición en lo que a uso del pedal, del tempo, de la articulación y de la dinámica se refiere.
- Tiene un repertorio interesante y muy adecuado a su manera de tocar (pienso, en particular, en las Variaciones op. 2 y op. 12, que sin duda fueron un acierto en su programa y fue destacada por la crítica).
- Es poliglota, agradable en el trato y perfecto en la imagen que proyecta dentro y fuera del escenario (pero sin un discurso que atrape ni menos aún la capacidad de generar titulares y captar el imaginario colectivo, como ha quedado patente en todas sus declaraciones tres el concurso).
¿Podríamos decir algo parecido de cualquier finalista de este concurso? Es probable que no en la misma medida. Liu ha sido sin duda el más equilibrado. Ha habido otra gente muy precisa, pero nadie impecable; otra gente musicalmente interesante pero apenas se salían de las expectativas de la tradición la censura del jurado caía sobre ellas; el repertorio dejaba poco margen y en cualquier caso nadie lo ha explotado a fondo; y en lo que a imagen y a discurso fuera del escenario la media de lo que hemos visto era bastante decepcionante y Liu ha sido siempre el más profesional ante las cámaras. De nuevo, con Cateen en la sala las cosas habrían sido distintas. Pero las cosas han ido como han ido.
En realidad, no sabemos bien “cómo han ido” en el sentido de que, mientras no se publiquen todas las votaciones (algo que sí pasó en la anterior edición), no sabremos qué notas dio cada jurado en cada prueba, solo podemos elucubrar acerca de qué condujo a ese resultado final. En el Concurso Chopin el sistema de votación acumulativo y el peso que tiene el voto secreto tres cada prueba hace que quien gana no siempre es el que la mayoría del jurado quería que ganara: es quien suma la mejor media en todas las pruebas. De ahí que no se entiendan a menudo los resultados con solo escuchar la final. A esto se suma lo que sucede en todos los concursos: que ser quien toca en último lugar, especialmente en la final, siempre es ventajoso (y aquí se ha confirmado: Bruce Liu fue el último del último día) y que, en cambio, es fácil que en las primeres pruebas, si hay un número muy elevado de participantes, la votación sea bastante aleatoria. Que no haya pasado la primera prueba Zitong Wang, por ejemplo, es efectivamente sorprendente, y más considerando que también ella, como el flamante ganador, se presentó como alumna de Dang Thai Son. Escuchada desde casa fue sin duda una de las mejores primeras pruebas de todo el concurso. Pero… ¿cómo se escuchó en sala? ¿A qué hora tocó? ¿Quién la precedió? Y también: ¿sabia bien cada miembro del jurado a qué Wang votaba, cuando votaba? Porque había seis. Tal cual: 6. Seis Wang en la misma competición. Sobre un total de 87 personas que fueron admitidas a la primera prueba, que ya es un disparate. Por mucho que intentes votar con justícia, tu perspectiva no es la misma al principio que cuando llevas cinco días escuchando 86 primeras pruebas, todas con un programa muy parecido y todas con un nivel mínimo muy elevado.
Esta realidad debemos recordarla bien cuando, tras seguir por internet una u otra prueba, quizás ni siquiera de forma completa, nos parece “injusto” el veredicto del jurado. La perspectiva del jurado es otra. No quiero excusar a nadie: solo digo que es otra cosa lo que están evaluando. Ya la escucha de TODAS las pruebas nos daría otra visión. La escucha de esas mismas pruebas en la concentración de una sala de concierto, de nuevo cambiaría nuestra reacción. Y sería todavía diferente si, además, nos tocara dar una nota al final de cada interpretación y discutir de ellas quizás en presencia de quienes están enseñando día tras día a esa persona.
En sala, además, se percibe de otro modo la reacción del público, que este año el propio jurado ha reconocido haber sido importante a la hora de expresar sus valoraciones. Esta es quizás la dimensión que más conecta un concurso a un concierto, porque la capacidad de cautivar a la audiencia sí es la misma que cualquier pianista necesita día tras día en sus apariciones en público. La dimensión competitiva crea un espacio artificial, excepcional y ajeno a la atmósfera de un concierto, pero esa capacidad de comunicar (con el sonido y con el cuerpo) sí es la misma. Tanto que me pregunto hasta qué punto cada participante ha sido consciente de cuán importante es la información que ha transmitido con su cuerpo, con su forma de saludar, con sus sonrisas o sus gestos antes, durante y después de cada interpretación. Nadie gana o pierde un concurso SÓLO con eso, pero sí TAMBIÉN con eso. La unánime percepción de que Aimi Kobayashi acabó sin fuerzas la prueba final, por ejemplo, estoy seguro de que hubiera sido rádicalmente distinta si, al terminar, hubiera regalado al público una sonrisa y hubiera interactuado de otro modo en el escenario. Quizás es cierto que no le quedaban fuerzas, pero la realidad es que lo que vimos hizo pensar inmediatamente a un agotamiento que yo no conseguí percibir de forma tan evidente en su sonido. Sin embargo, al acabar, la percepción de que había sido una mala prueba fue unánime tanto en los comentarios en redes como en la sala, por parte de un público que la quiere desde cuando era una niña (la hemos visto literalmente crecer en internet: ¿se acuerdan de cómo tocaba con 4 años?) y que la apreció tanto durante la edición de 2015. cuando también alcanzó la final. Y no ha sido el suyo el único caso. De hecho, cualquier intérprete está transmitiendo información constantemente, no sólo con sus notas. En un concurso, donde la comparación es tan directa y las diferencias entre una interpretación y otra son tan sutiles, estos factores pueden resultar decisivos, nos guste o no.
Y en medio de todo esto estuvo, este año, el tema de las marcas de los pianos, que nunca antes habían sido tan diversas y tan presentes en la dinámica del concurso. Con un desenlace en sí mismo sorprendente: el 1º, el 3º y el 5º premio tocaron Fazioli. Un 278, no el inigualable 308. Ahora bien, incluso escuchado con internet de alta velocidad y unos más que aceptables auriculares Sennheizer QuietConfort 35 II, ese piano, francamente, no parecía sonar muy bien. Me gustó infinitamente más el Steinway usado por Sorita y Kobayashi: un sonido rico, flexible y sorprendentemente variado. Y el Shigeru de Gadjiev: más homogéneo, sí, pero muy atractivo. Sin embargo, ¿fue ese el sonido que se escuchó en sala? ¿No será que precisamente el Fazioli sonó más nítido, más potente y más penetrante justo allá donde estaba sentado el jurado (al fondo de la sala, por cierto, y no en la fila 5)? Puede que esa potencia fuera justamente lo que dificultaba que la señal se captara en redes en toda su riqueza y que la transmisión del sonido a distancia resaltara, en cambio, las cualidades del Steinway. Si así fuera, ese plus de intensidad y nitidez del Fazioli debió de resultar muy fascinante en sala. No puedo saber cuánto hay de cierto en esta suposición porque no he estado ahí. Me quedo con la duda y me reservo el juicio.
Me reservo el juicio a la espera de escuchar en vivo a quienes hemos escuchado tanto en redes estas semanas. Pero no a todo el mundo por igual. Empezando por el ganador. Bruce Liu, en el fondo, no me ha interesado: me ha parecido un excelente pianista que no siento la necesidad de oír en directo mientras no me prometa algo más. Sorita sí. Gadjiev también, pero sobre todo de aquí a unos años, cuando empiece a llevar al escenario el resultado del interés por la improvisación que ha manifestado en sus declaraciones. Quiero ver cómo suena en un auditorio el piano de Martín García García, y sobre todo qué trayectoria tendrá su carrera tras el atracón de ese concurso de Cleveland y este premio en Varsovia, con ese repertorio inmenso que tiene y que necesitará para enfrentarse a los muchos retos que le esperan. Y veremos qué sucederá con quienes se plantaron en la final con 17 años: Hao Rao, muy niño aún pero solidísimo; Eva Gevorgyan, irregular en este concurso pero con un potencial inmenso; y ese JJ Jun Li Bui que en las pruebas solistas fue realmente prometedor. Pero también veremos qué sucederá con otra gente, premiada y no. Un concurso como éste, retransmitido online y tan conocido, se vuelve un escaparate, donde el premio es sólo la guinda del pastel. Y para quienes queremos comprender los caminos de la historia de la interpretación es un espacio privilegiado no solo para apreciar a quienes tocan sino para valorar implícitamente el criterio de quienes evalúan y también, por qué no, para intentar comprender cómo fluctúa la percepción de quienes escuchamos esa música desde casa.
Yo lo tengo claro: llevo desde que acabó el concurso escuchando a Sorita, todo el tiempo. En Spotify tiene más de 10 horas de música grabada, y ha sido un sucederse de sorpresas, la mayoría de ellas muy agradables. Sin el Concurso Chopin, a saber cuándo y cómo habría llegado hasta él. Pero que no cunda el pánico: de él y de todo lo que he encontrado en esas grabaciones no voy a hablar hoy. Otro día será.
A masterwork by Alice Sara Ott
After the release of a single in November 2024 and the commercial launch of the full album on February 7 of this year, accompanied by the dissemination on social networks of various video clips of diverse aesthetics, the articulate presentation to the world of Alice Sara Ott and Deutsche Grammophon’s project around Field’s Nocturnes has just been completed this Saturday, February 15, with the premiere of the film Alice Sara Ott: Nocturne, on Stage+.
There’s a lot to say about this fascinating album. Alice Sara Ott has been unsettling me for some time now—something I actually appreciate. I wasn’t lucky the first time I saw her; that day, she didn’t play well, and it took me years to connect with what she was recording and performing in public. However, with each step she took, my admiration for her kept growing. Perhaps I, too, have changed. Over the years, Alice Sara Ott has become an icon of a world that may not be entirely mine, yet feels increasingly close—a world eager to be fascinated by simplicity, intimacy, and, why not, fragility. For instance, she posts videos on YouTube and social media that are not always technically polished or of high audiovisual quality—but that is precisely what makes them fascinating: she presents herself just as she is, without edits or retouching.
This connects with her broader social media presence: she is charming in interviews, always ready to share glimpses of her daily life and spontaneous laughter, and never exudes the underlying arrogance of someone who considers themselves special and outstanding. I don’t know her personally, so I can’t say how much this public image aligns with her day-to-day reality, but there’s no doubt that her approach reflects a deliberate way of presenting herself to the world. Whether she is studying at home, doing origami to warm up her hands before going on stage or solving the Rubik’s Cube (in 49 seconds, which is not bad at all), the feeling she gives you is never that of someone who is telling you “how good I am”, but rather showing what she is doing—a performance, obviously, but spontaneous and sincere, perfect for this TikTok era.
That association between music and experiences has become art with the album she released in 2021, Echoes of Life, where Chopin’s Preludes op. 28 are interspersed with a series of recent works by diverse authors presented with labels that turn the whole album into a life story, which begins with an explicit “In the beginning” by Francesco Tristano, continues with an “Infant rebellion”, passes through a “No roadmap to adulthood” and ends with a “Lullaby to eternity” by Alice Sara Ott herself, built on fragments of the Lachrimosa from Mozart’s Requiem. The most chilling moment comes with that peculiar funeral march that is Prelude No. 20 and the successive Für Alina, by Arvo Pärt (“A path to where”), a work that Ott herself linked —especially in this video, which left me very marked— with the onset of the chronic illness she announced on social media in 2019, thus making explicit a link that is also appreciated, in a really disturbing way, in the two video clips that Hakan Demirel and Ahmet Doğu Ipek made about this performance, the first of them in particular, where the pianist’s body is multiplying and fading away in a dreamlike world, full of invisible barriers.
Four years after Echoes of Life, and following a Beethoven album that had less to unpack, Ott now presents this new release dedicated entirely to John Field’s Nocturnes. She follows the numbering proposed around 1870 by editor Julius Schuberth—an edition of particular interest because none other than Franz Liszt revised it. (I will follow this numbering in the continuation of this post.) The album is accompanied by the same meticulous promotion as her previous releases, yet the sound approach is unlike anything she has done before.
One of the most intriguing aspects is its post-production, which raises questions I hope to answer more thoroughly and with greater documentation in the future. We do know that the album was recorded in Dolby Atmos, which in itself is not an entirely new development. However, the piano is not the ideal instrument to take full advantage of this immersive technology. The real potential of Dolby Atmos emerges when capturing natural environments or large-scale sonic events—for instance, an orchestra, with its spatial dimension and instrumental diversity, benefits far more from this system than a solo instrument with a single sound source. Moreover, Dolby Atmos was developed for cinema, meaning it excels at enhancing dramatic contrasts. That’s why, when it comes to piano recordings, its most notable applications have been in particularly colorful repertoires, as seen in the brilliant Rapsodia Mexicana by Argentina Durán.
Alice Sara Ott’s Field is built entirely on subtle shadings, making it seem like the last place where such a system would be effective. And yet, it’s clear that the technology has been skillfully leveraged—without ever losing the sense of naturalness, which ensures the digital mediation is not overtly apparent. This contrasts sharply with the highly artificial aesthetic of all the music videos released so far for these Nocturnes. Perhaps the album’s most defining feature is its rich range of nuances leading up to silence. Here, it’s difficult to determine how much credit goes to the performer (certainly a great deal) and how much is due to choices made during the recording and post-production process.
I do not have a technical sheet to determine exactly how this album was recorded, how many microphones were used, or their precise placement. Some aspects, however, are immediately noticeable upon first listen, while others can be inferred from certain images in the presentation feature film Alice Sara Ott: Nocturne, directed by Andrew Staples. The most striking detail is the number of small-diaphragm microphones positioned perpendicular to the strings, two of them placed directly in line with the hammers. At the same time, there are ambient microphones—some positioned high up, others just behind the performer, and likely additional ones at a greater distance. The result is a refined use of an increasingly common technique in classical music recording: combining highly direct and close-up microphone placements with others positioned at a distance to capture ambient sound. Here, it seems that several microphones have been set at different distances, creating an impression of natural reverberation without sacrificing clarity in the attack—an acoustic illusion, of course, since no one actually hears the music this way in a live setting, neither the audience nor the performer.
Moreover, the reverb is not consistent throughout the album. Some nocturnes feel almost dry (No. 12, for example, as well as Nos. 17 and 18), while in others, it is quite pronounced (No. 9, No. 15), with subtle variations that contribute to maintaining interest within an overall homogeneous sound world. This is not an entirely new technique—it’s even more extreme in Pavel Kolesnikov’s acclaimed recording of Bach’s Goldberg Variations for Hyperion. But it caught my attention to find it used in a Deutsche Grammophon album and so carefully integrated into the overall approach, complementing Ott’s pedaling choices—sometimes delicate half-pedals that could evoke either the dampener-less pianos of Field’s era or impressionistic effects that suit the general tone of the album.
Some of the most ingenious interpretative solutions in the entire album are, in fact, inseparable from this use of resonance: the misty opening of No. 11, for example, or the entirety of No. 13, a piece whose obsessively repetitive structure is particularly difficult to handle and which here acquires a charm light-years away from any previous interpretation. And the management of the overall structure in the most challenging pieces is one of the many aspects I appreciate in this recording. What Alice Sara Ott achieves with No. 16, in particular, is astonishing; it is the longest nocturne in the series, almost a fantasy. However, its writing revolves around a set of formulas that are not particularly contrasting, so much so that it can easily come across as a meandering work, drifting aimlessly from one place to another, uncertain of when or how to end. On this album, however, not a single note seems superfluous in its more than eight minutes of music, and it even keeps you on edge until the very last second.
The last two nocturnes, No. 17 and No. 18, also present similar challenges; but in this case, the greatest surprise for me has come from another extraordinary aspect of this interpretation. We always associate Field with Chopin, particularly when it comes to nocturnes. In these last two tracks, however, I kept thinking of Schumann: those sudden silences, those rapid staccato chord patterns, the swift transition from lyrical, sentimental phrases to others that are more capricious and fleeting… This should not surprise us, given that these works were written in 1836: the world of the late Field is that of the young Schumann, and also that of the mature works of other figures who are largely forgotten today but are essential for understanding what had happened and was still happening in the meantime. Ignaz Moscheles, for instance, played a crucial role in invigorating piano writing by integrating it into the most popular genres of the time. The point is that these two nocturnes, which had always seemed rather insipid to me, or even completely out of place, are revealed here as works that perfectly represent the aesthetics of their time.
To achieve all this, Alice Sara Ott clearly employs an enormous variety of effects, which are particularly refined in some of the closing passages; the final bars of No. 2, No. 5, No. 9, and No. 10 are highly representative of this pursuit to extract the utmost from the tiniest detail. In fact, the overall impression I get from listening to the album is the same as the one conveyed by the various promotional videos in which the pianist herself discusses some of the nocturnes—clearly intended to leave us with the feeling that each one has something unique that defines it. And this is exactly what happens under her fingers: in each nocturne, there is at least one detail, one effect, one sonic peculiarity that is found in that nocturne and in no other, whether in the way a passage is delivered or in the highlighting of the most characteristic writing patterns.
Alice Sara Ott subtly brings out the harmonic nuances that emerge (I am thinking, in particular, of No. 7), often through an ingenious interaction with the overlapping of frequencies generated by the natural reverberation. Silences are extended where they carry rhetorical weight, just as the occasional use of staccato successfully disrupts the continuity of a melodic line that might otherwise become overly uniform. No. 12 serves as a good summary of all these elements, and it is also the piece that includes the only explicit break from the overall timbral homogeneity, thanks to an effect involving extended techniques superimposed onto the conventional recording, precisely in correspondence with the twelve repeated E’s that earned this piece the title Twelve O’Clock (as it was presented in the 1832 English edition; the corresponding Midi appeared on the Parisian edition the following year). The resulting bell effect is not merely a colorful curiosity: it signifies a deliberate foray into multitrack recording, a process that still seems taboo in classical music but is quietly—and with increasing frequency—making its way into our world.
In this and other aspects, it is evident that we are dealing with an album that engages with other aesthetics. The accompanying music videos make this explicit, but so does the overall sound of the album. However—and this is what I most wish to emphasize here—this openness to other influences does not result in an irredeemably pop product. This album makes a move, and it is a new one, but the playing field remains the same: the move achieves something new and unprecedented, yet it is an internal movement within the classical tradition. Just think of how many elements of this tradition converge here. First and foremost, the idea of a complete edition (although, to be fair, the Complete Nocturnes advertised on the cover are not truly “complete”: missing here are the two already listed by Cecil Hopkinson in 1961 in his Bibliographical Thematic Catalogue of the Works of John Field, 1782–1837, along with a reference to another nocturne, supposedly published by Jurgenson in its time, no copies of which have yet been found). Here, not only are these 18 nocturnes presented together—as in the now-distant era of Pollini, Ashkenazy, and Barenboim—but even the order of publication is respected, thus foregoing the possibility of a more striking opening that might immediately capture the listener’s attention (how many music never go beyond track 1?) or a more effective conclusion to the journey. Here, the final bars of No. 18—a piece that, in itself, does not feel like a proper ending—are played with particular discretion, as if quietly closing the door after putting a child to bed. It is the least glamorous ending imaginable. Or perhaps, precisely for that reason, it is the perfect conclusion to an album so delicate and introspective as a whole?
At the same time, this is not merely a succession of pieces. There is an awareness of a larger structure. Expressive gestures become more evident as the nocturnes progress, although everything happens gradually, almost imperceptibly. The transitions between nocturnes are where the careful effort to maintain variety within the whole is most apparent, especially where changes in character and texture are less obvious (from No. 1 to No. 2; from No. 5 to No. 6; from No. 12 to No. 13), at times with remarkable creativity (for instance, in the transition from No. 10 to No. 11).
Note by note, measure by measure, these subtle interpretative choices guide us through a journey that has never before felt so clear—so capable of traversing from Mozart to Schumann, and of leading us seamlessly from the vocality of Paisiello and Sarti to that of Bellini and Donizetti—so much so that one eventually forgets the model of Chopin, which tends to be omnipresent not only in discussions about Field but also in the complete recordings made to date.
However, with those complete recordings, this one shares a fundamental aspect: it remains far removed from the performance practices of Field’s time. In many respects, we are further than ever from the sound we can reasonably attribute to Field, and not just because Ott does not play a historical instrument. The vast distance between melody and accompaniment here takes to the extreme a practice that would have been unthinkable in Field’s time and only became dominant much later. Likewise, the synchronization of both hands—actually a product of 20th-century aesthetics—is nearly absolute here, interrupted only occasionally (and always very discreetly), although, interestingly, one such instance occurs in the second note of the album. The comparison with the Hupfeld piano roll of Nocturne No. 4 recorded by Carl Reinecke around 1907 could not be more revealing. Reinecke, born in 1824, is a fascinating figure for understanding early 19th-century performance practices, and his approach aligns with the content of many treatises from Field’s time even more than with the practices of his late years when, already an octogenarian, he recorded his piano rolls.
In Alice Sara Ott’s playing, the 20th-century legacy—and the resulting distance from Field’s era—is evident in other aspects as well. There is virtually no added ornamentation, for example, even though Field is particularly generous in incorporating ornamentation within his melodic lines, making additional embellishments rarely feel necessary even from a 19th-century perspective. There are no improvised introductions, and no elaboration of the final chords. Likewise, the use of syncopated pedal—another hallmark of 20th-century aesthetics—is the rule, deviating not only from the original editions, where pedaling is usually absent, but also from the ingenious and varied effects suggested by Liszt in the Schuberth edition.
The point is that, since Liszt’s time, no one seems to have regarded Field’s music as worthy of the concert hall. A few nocturnes have occasionally entered the repertoire of great pianists, but always sporadically: No. 4 has been immortalized in a fabulous recording by Myra Hess; of the wonderful No. 15 we have an equally wonderful home recording by the unjustly forgotten Ignace Tiegerman. But there is not much more, and the few complete recordings of these 18 nocturnes have always been undertaken by performers without true international recognition. That things were beginning to change became evident in 2016, when Elizabeth Joy Roe (the “Roe” of the media-savvy duo Anderson & Roe) recorded these same 18 nocturnes for Decca. A recording that is curiously antithetical to Alice Sara Ott’s—austere, measured, and focused on extracting all possible density from these pages; the declamation is intense, and the sound warm and broadly uniform, to the point that the stylistic evolution so apparent in this new album remains largely unnoticed, while the sound that the 20th century invented for Chopin is omnipresent.
In Alice Sara Ott’s hands, Field is certainly not the pre-Chopin figure we have always wanted to see in him. And while in some respects his historical positioning emerges more clearly, it is equally true that this is, in every sense, 21st-century music. The sonic world generated here—thanks to technology, meticulous production, but above all, the ingenuity of a performer capable of making all this music meaningful—engages with listening processes that are deeply contemporary. And this makes you wonder how much other music, relegated to the attic of history, is awaiting similar reexaminations. Because yes, you end up thinking: what a wonderful interpreter Alice Sara Ott is. But you also realize, as never before, how magnificent John Field’s compositions are. And if the former may have already been evident from her previous albums, the latter, at least for me, is something new. Here, I admire both the creativity of Field and the creativity of Ott, and I witness once again the power of musical performance when it is undertaken with creativity, imagination, and a fertile dialogue with tradition.
My Lithuanian Experience
The five days I just spent in Lithuania—a country I had never visited before—have been full of fascinating experiences and encounters. As I fly back home, I write down some of the many reflections from these days, trying to bring some order to my own thoughts.
The first one is about the doctoral defense for which I had been invited. A three-day process that reaffirmed, once again, just how incredibly diverse doctoral defenses can be—both in form and substance. Amid the global push for homogenization, this variety is something truly worth preserving. I enjoyed every moment of this defense: from the anticipation surrounding a recital that even surprised those who had closely followed Neringa Valuntonytė’s doctoral journey—the bold protagonist of this research—to an entire day devoted to writing down a detailed report on the concert and its relation to the thesis as a whole. It all culminated in a third day featuring an extensive defense, where each participant in the ritual—including the two thesis supervisors—took the stage to deliver a speech from a lectern. Some of these addresses were especially insightful and moving, particularly those by the two distinguished co-supervisors, Lina Navickaitė and Ewa Kupiec. Then came the final speech by Neringa herself—a superb display of emotional depth, spontaneous delivery, and impeccable timing. I already knew and appreciated Neringa, but her performance during the defense was truly masterful.
For those curious to explore her research in detail, access is still somewhat limited at this time. There’s virtually nothing online at the moment. A substantial summary of the written component has been published in Catalan, translated by Laia Martín, in Querol magazine (Issue 36, 2024), and hopefully, an English version will be available soon. Even more than that, I hope the full thesis will eventually be accessible—perhaps with some adjustments to reflect the fact that, as was evident during the defense, Neringa has already moved into a new phase of her artistic journey, expanding significantly on the theoretical foundation she laid out. Whether in book form or through further publications, this work deserves to be widely recognized. I certainly leave Lithuania with the firm conviction that what has been achieved here goes far beyond my expectations. And, of course, I look forward to seeing Neringa perform again soon—because we are talking about a truly remarkable artist, whose originality and mastery of both the keyboard and the stage are nothing short of astonishing.
Then there’s the Lithuanian Academy of Music and Theatre’s doctoral program. I must say, they treated me with exceptional generosity—something I appreciate not only on a personal level but also as a reflection of their commitment to fostering meaningful academic exchanges. This is becoming increasingly rare: too many universities have cut back on international invitations for doctoral committees, opting instead for the easy—but deeply impoverishing—solution of online defenses, which inevitably turn the process into a mere formality rather than a genuine intellectual exchange. In this case, the in-person experience made all the difference. It allowed me, for instance, to finally meet Ewa Kupiec in person—after having admired her impressive discography for years—and to discover not only what an extraordinary musician she is but also how much we share in common. I already can’t wait for our paths to cross again somewhere in the world.
But this university went even further. For Neringa’s doctorate, they specifically hired Ewa Kupiec—one of Europe’s most established pianists, whose main academic post is in Hannover—solely to teach her, for four years. That says a lot about how seriously this institution takes its doctoral program. And it aligns perfectly with the fact that every year, they offer fully funded doctoral positions for the full four-year term. Truly commendable. I’m well aware that much of this is due to the vision and perseverance of Lina Navickaitė, a leading researcher in the field, whose efforts have played a crucial role in shaping this international academic environment. Add to this the impeccable administrative work of Božena Čiurlionienė (a huge thank you, Božena!), because let’s be honest—when the administrative side runs smoothly, everything is possible, and when it doesn’t, everything turns into a nightmare. With all of this in place, I have no doubt that Vilnius has everything it takes to become a major hub for artistic research on the global stage.
I’m not just talking about the desire to move beyond Soviet imperialism—now tragically revived in Russia’s military actions—but about a long-standing tradition of empathy toward displaced populations, toward those who arrived here by chance and ultimately stayed. Vilnius: City of Strangers, as Laimonas Briedis aptly titled his book, captures this well. Over centuries, Lithuanians, Poles, Russians, Germans, Ukrainians, and Jewish communities from all backgrounds shaped this city into a cultural crossroads. And that legacy is still visible today. Lithuania’s most famous landmark, Trakai Castle—built when Trakai was the medieval capital—was originally intended as a home for the Karaim people, a Turkic-speaking Jewish community from Crimea. Trakai has been home to Lithuanians, Tatars, Russians, Poles, yet it remains deeply associated with Karaim culture, language, and cuisine.
Seeing how warmly this diversity is embraced here moves me deeply. The openness to others, the empathy for displaced populations, the mutual enrichment that comes from encounters that transform us all. Am I romanticizing this? Undoubtedly. Reality is never as idyllic. But I’d prefer to simplify it this way rather than in that other direction, too common today, where the ‘other’ is cast as a threat, and suspicion of those who come from elsewhere has become the norm. It’s the idea of the other as an enemy, the constant suspicion towards those who ‘come from outside,’ and the fear (always perceived by those who are already in a position of strength) of losing ‘purity’ or ‘identity’—as if human beings were not a single species, inherently mixed and nomadic from the very beginning.
You experience that welcoming Lithuania—with its unique yet blended culture—in the warmth of its people, the constant respect, the closeness in interactions, and the laughter that defies the stereotype of the cold North. Cold was indeed there—temperatures never rose above 0°C. But even with that, I was fortunate, and perhaps this contributed to the deep sense of kindness I brought back home. The Saturday afternoon I spent in Trakai, enjoying a breathtaking sunset, could not have been a better way to close this trip.
And on top of that, I spent the core of the visit listening to the album that I had been most anticipating this year, Alice Sara Ott’s Field Nocturnes, which was released that very day. But that definitely deserves another post. For now, I’ll savor the memory and let these thoughts quietly seep into my daily life from here on out.
Fears
I just watched No Fear, the documentary film by Regina Schilling featuring Igor Levit. It’s a feature-length documentary entirely focused on this pianist who, as we know, occupies a unique space in today’s musical landscape.
Levit plays very well and has a colossal repertoire, but his popularity isn’t based solely on musical merits. In reality, no career has ever been built solely on musical merits, neither today nor in the past. With Levit, however, this is especially evident. His handling of the COVID emergency was a clear example, with those 52 home concerts that garnered so much attention. But this feature film marks a leap forward in terms of public exposure.
It’s exactly two hours of film, with some footage of him performing live but mostly focused on showing him behind the scenes—not just rehearsing, recording, or preparing to take the stage, but also doing mundane activities like buying a pair of shoes or cooking rather unremarkably in his home while talking on a live video call (wearing, of course, a t-shirt emblazoned with the slogan “Love music, hate racism”).
And here lies much of the intent: to reveal the man behind the artist. With his good intentions, of course, but above all—and this is the new part—a man who is fragile, very fragile. The new masculinities embodied by one of today’s top piano figures, a celebrity who repeatedly speaks about his fears and insecurities. More than once, he even seems close to depression, a word he himself uses. It’s striking. And it all feels very sincere. Is it? I don’t know. It seems that way, but I don’t know Igor Levit personally to form a definitive opinion on the matter. I say this with the utmost respect: for him, of course, but also, and especially, for the many people who may find themselves in a similar situation. It’s also possible that this is his way of confronting those fears, which I completely understand, and I have no doubt that sharing them publicly can help many people feel less alone in such a profoundly human dimension.
On the other hand, however personal his reflections may be, the fact of presenting them in a documentary inevitably turns them into a spectacle, with all that entails. And it’s a spectacle designed to generate empathy. The entire documentary, in fact, shows the artist in everyday gestures we recognize as familiar—especially those tied to the use of a phone, like listening through its speaker to music he has just discovered (Muddy Waters, in this case, because it’s well known that no classical artist today can afford not to appreciate good popular music) or posting snippets of his daily life. And, of course, the unavoidable ecological commitment, presented through footage tied, unsurprisingly, to his presence on social media: a winter performance streamed for Greenpeace, among the trees of the Dannenröder Forest, about to be cut down.
Likewise, Igor Levit is not just any artist. He’s top, top, top, playing over a hundred concerts a year, chatting casually with Germany’s president, and being close friends with Marina Abramović. And he’s also very modern: just as he’s applauded with a standing ovation at the Concertgebouw, you might find him playing the Appassionata live on TikTok—with an unstoppable flood of reactions and comments, of course, because he’s also hugely popular on social media. In reality, the suspicion that this is all staged never quite goes away. But whether it is or not doesn’t really matter. The entire documentary is, in some way, a montage of moments crafted to present a certain image of the person—and that person makes a living from music. Ultimately, it’s about selling the musician by filming his daily life. The whole thing is, in essence, a performance.
But then again, isn’t everything we see on screen a performance? We’re always performing, posting our day-to-day lives, and this is especially true with music, with the narcissism that drives us to share the concert halls we play in and how wonderful our lives are on and off stage. At the same time, it’s a way to communicate, to inform, to make others a part of what we do. With this documentary, Levit does just that. He does so by offering a certain image of himself—an image that sells. It sells and it impacts.
It’s impactful to see him doubt so much, even during a recording session, with Roland Stevenson’s Passacaglia literally assembled phrase by phrase; it’s impactful to witness his absolute trust in his recording technician, dismissing the notion of the great artist who needs no one because his decisions stem solely from his genius; and it’s impactful to observe so explicitly his need for physical contact, for kisses and hugs, and his insistence on placing himself at the center of the narrative.
Of course, it’s a performance. That’s precisely why it resonates so much: because it turns someone else’s experience into emotions for you, the observer.
Cerca del sol, lejos del mar: Un nuevo gran paso de Mariana Alandia
Sigo desde hace años la encomiable carrera de Mariana Alandia Navajas, que fusiona admirablemente su faceta de excelente pianista con la de investigadora y divulgadora del repertorio boliviano. No es exagerado decir que en el conocimiento de este riquísimo legado hay un antes y un después de ella. Fue gracias a ella, por ejemplo, que yo pude percibir el alcance de una figura insustituible como fue Eduardo Caba, cuyo enorme calado desde luego trasciende las fronteras de aquel país. Y tras aquellos Aires indios de Bolivia que tanto me impresionaron desde la primera escucha de la grabación que ella realizó en 2014, seguí con interés otras producciones fonográficas y las ediciones en partituras que ella ha realizado, todas ellas fundamentales para conocer el devenir y la especificidad de lo acontecido en la música clásica boliviana en los últimos 150 años.
Porque la música —cualquier música— no es un objeto ajeno a nuestro día a día: es parte de la vida tanto de quien la hace como de quien la escucha. Lo es en el momento de su composición, y lo es cada vez que la interpretamos. La música de demasiadas mujeres permaneció muda durante demasiado tiempo. Rescatarla ahora, hablando de esas composiciones, estudiarlas y, sobre todo, tocarlas y grabarlas significa darles una segunda vida, aquella que a menudo ni siquiera tuvieron en aquel momento.
La interpretación de Mariana Alandia tiene justamente el tono que, para mi gusto, mejor permite hoy apreciar esta música que nos llega directamente, sin una historia de la interpretación de por medio, de un mundo cronológicamente y sociológicamente tan lejano. Hay una entrega apasionada, pero sin desembocar nunca ni en sentimentalismos exacerbados, ni en rebuscados preciosismos tímbricos, ni en épicos contrastes dinámicos que inevitablemente tenderían a convertir estas piezas en una caricatura de algo que no son. Esa mirada desde la distancia que siempre tenemos cuando tocamos música de otra época, aquí se vuelve un filtro valioso para apreciar unas obras que en su momento sonaron mayoritariamente en salones y casas privadas, de la mano de pianistas que muy probablemente jamás llegaron a tener un control del teclado y una consciencia estilística propia de una intérprete profesional de calado internacional como es Mariana Alandia.
Aquel mundo, aquella Bolivia de finales del siglo XIX, ya no existe, ni existen esos pianos tan frecuentemente desafinados, ni esas escuchas distraídas, ni la sensación de que aquella era música de moda. Esta música la escuchamos inevitablemente como un viaje a un mundo que ya no es, como quien abre una caja olvidada en algún baúl y encuentra unas fotografías amarillentas, capaces de remitir a un tiempo que no vivimos y tal vez reconozcer algún rostro familiar en el pleno de su juventud. Esa emoción de reencontrarnos con un mundo del que únicamente suponíamos la existencia es única e inconfundible, y es una emoción que surge de la consciencia de un presente que mira a sus propias raíces. Una emoción intensa que vive de la distancia que nos separa de esa realidad pasada.
Sólo que una obra musical no es una fotografía: a la obra musical hay que darle vida tocándola, y esto se puede hacer de muchas maneras. De ahí el reto de que esa fascinación encuentre un equilibrio que haga justicia a la riqueza de una música donde convivían constantemente la intensidad sentimental, los bailes de salón, la mirada idealizada hacia los modelos europeos y la interacción continua con las circunstancias sociales y familiares más próximas. Y esta grabación ese equilibrio dentro de la diversidad lo consigue magníficamente.
Escúchese, por ejemplo, con cuánta variedad de articulación y fraseo se abordan las muchas páginas en ritmo ternario, ya sean valses o mazurcas, sin perder nunca la sensación de que no estamos ante un baile de salón, sino ante una recreación vivida desde la intimidad doméstica del teclado y que ahí encuentra toda su riqueza, ya sea en la intensidad nostálgica del Recuerdo de Modesta Sanjinés, la serena amabilidad del Sueños de artistas de Hercilia Fernández de Mújica, las caprichosas inflexiones de la mazurka Titita de Héctor Sanjinés o las cambiantes acentuaciones del vals Tarijas de Rosendo Estenssoro.
Merecen un discurso aparte las dos obras de juventud del gran Eduardo Caba que cierran la grabación. No sólo por su innegable interés, sino porque la misma intérprete ya las había grabado en su doble disco dedicado a la obra pianística de este compositor. Y aquí es fascinante comprobar como la escucha de ambas acabe siendo profundamente distinta, tanto por lo diversas que son las circunstancias de grabación como por el marco global en que se ubican y diversos detalles de la interpretación de la propia Mariana Alandia. Escuchadas en el marco de aquella otra grabación, orientada a valorizar el conjunto de la obra de Caba, tanto el Vals imperial como la Berceuse se presentaban como obras con una plasticidad sorprendente y una amplitud de respiro que enlazaban perfectamente con el conjunto de aquel proyecto, a lo que sin duda contribuyó el monumental piano Bösendorfer Imperial en que se grabaron esas mismas obras hace casi una década. Caba aparecía, ya en estas obras tempranas, como el compositor de concierto y vocación internacional que acabó siendo. Esta nueva grabación muestra, de aquellas dos obras, otra faceta, la que nos habla del espacio de donde surgieron: el mundo del salón. La toma de sonido es más cercana, el acompañamiento suena más presente, y a ello también contribuye el piano en que se ha realizado esta grabación, el Yamaha de la fundación bonairense El sonido y el tiempo, institución cuya tenaz labor de difusión y fomento de la música merece el máximo aprecio y respaldo.
No se trata de determinar cuál de las dos grabaciones es “mejor”: se trata de celebrar que el volver sobre una misma obra permita descubrir matices nuevos y tal vez inesperados. No nos cansemos de recordar que ésta es justamente la dimensión que permite a una obra trascender la circunstancias que le dieron vida para convertirla en “clásica”. Algo que parece evidente en el caso de ese repertorio canónico que tantas veces interpretamos y reinterpretamos, y que, sin embargo, es una dimensión propia de cualquier repertorio. Se trata de tener la imaginación para desplegar ese potencial que hace tan rica y fascinante la interpretación musical.
El conjunto de esta grabación, no sólo por su contenido sino por la forma en que este repertorio está abordado, me ha recordado lo que el querido y tan admirado Raúl Herrera Márquez ha sabido hacer con la música mexicana de esa misma época, en dos grabaciones que son un hito para el pianismo latinoamericano y que sigo disfrutando a cada escucha sin que ni una nota me parezca poder encontrar mejor lugar que el que este gran pianista y didacta le supo dar a la hora de confiar su interpretación a los micrófonos.
Aquí no tenemos, como sucedía en aquel caso, otras grabaciones que puedan representar un referente de escucha. La excepción son precisamente esas dos obras de Eduardo Caba, donde el referente de una grabación anterior permite, como hemos visto, escuchar con otra perspectiva esta nueva grabación si ni siquiera cambiar de intérprete. Una grabación que a partir de ahora se convertirá a su vez en una referencia para el futuro. Toda mi admiración hacia Mariana Alandia y a quienes la han acompañado en este trabajo de recuperación y valorización del repertorio pianístico boliviano. Estoy impaciente por saber qué seguirá, y no dudo de que nos esperarán, una y otra vez, otras muchas agradables sorpresas.
Chopin: ¿más de lo mismo?
El Concurso Chopin 2021 ha acabado. Han sido muchos días de retransmisión online que he seguido con especial atención porque suponía que se convertiría en un espacio interesantísimo para reflexionar sobre el estado actual de la interpretación, y así ha sido. Ahora que ya sabemos el veredicto del jurado, aún más.
En este largo post voy a recoger gran parte de lo que escribí en Facebook durante las pruebas, pero desde la perspectiva de un resultado que ya conocemos, y que personalmente no me ha sorprendido. Esa distribución de premios, eso sí, me ha decepcionado: yo hubiera preferido otra. Pero entiendo perfectamente que el sistema de votación y la composición del jurado hayan llevado a ese desenlace.
Vayamos por parte. La sensación, durante todo el concurso, es que nadie tenía claramente el público de su parte, ni en la sala ni en internet, y es probable que el propio jurado, al menos durante las primeras pruebas, no tuviera una idea demasiado definida de quién se llevaría los primeros premios. Lo que sí es evidente es que internet ha estado, en esta edición, especialmente presente porque el Instituto Fryderyk Chopin ha hecho una labor encomiable de retransmisión en directo en Youtube, con subida de las pruebas casi inmediata, un uso perfecto de las palabras clave y una moderación discreta pero siempre presente del chat, contribuyendo a que el seguimiento online haya sido masivo y muy dinámico.
Ahora bien, las redes sociales no han estado presentes sólo a través de esa retransmisión. Ésta ha sido la primera edición de este concurso legendario en que competían personas que mayoritariamente han nacido y crecido con internet. Personas que hemos visto literalmente crecer a través delas redes, donde empezaron a circular videos suyos cuando tenían 3 o 4 años, y sobre todo que llegan al concurso teniendo hoy una presencia en internet mucho mayor la que tienen todos los miembros del jurado llamado a evaluarles.
Parece una paradoja, pero no lo es. De hecho, la persona más “famosa” (en sentido literal de “ampliamente conocida”) que haya pisado estos días la sala de la Filarmónica de Varsovia no estaba sentada escuchando y tomando notas como parte del jurado: estaba compitiendo. Y esperando el veredicto de ese jurado tal vez prestigioso pero que a los 800.000 followers en Youtube no llegarán jamás. Por no llegar no llega ni siquiera Martha Argerich, que decidió al último momento no participar en ese jurado. Pues 857.000 suscriptores tiene en este momento Hayato Sumino en Youtube, ahí conocido como Cateen.
Cateen es un fenómeno que merece un post aparte, y ya sé que le voy a dedicar un espacio en mi próximo libro. Pero lo que más llama la atención de su participación en este concurso es que ha jugado todo el tiempo con las reglas de la tradición. Justo él que podría haber hecho perfectamente —si no al principio, por lo menos en la última prueba como solista— lo que suele hacer en sus videos: variar las obras, improvisando y desarrollando material ajeno y componiendo obras propias con una soltura francamente admirable. (Para tener una idea de aquello a lo que me estoy refiriendo, escuchen estos “Seven levels on Twinkle Twinkle Little Star”, si aún no han tenido la experiencia de hacerlo: 7 merecidísimos millones de reproducciones en poco más de un año en Youtube).
Hayato Sumino ha evitado presentarse con su nombre de youtuber y se ha presentado con su nombre real (algo no tan obvio, considerando que el propio ganador no se llama Bruce de nacimiento, ni el pasaporte del sexto premio debe de incluir las dos jotas maýusculas sin punto y con espacio que aparecieron todo el tiempo como parte de su nombre) y sobre todo ha tocado siempre, una a una, las notas escritas en la partitura, siguiendo rigurosamente el canon interpretativo tradicional. Maravillosamente bien, la verdad. Y así ha llegado a la semifinal, lo que ya es un enorme logro. Es cierto que al menos ahí habría podido haber cambiado de marcha, tal vez dejando anonadado el público con algunas de sus proezas y así poniendo sobre la mesa el ya trilladísimo problema de hasta qué punto una obra sigue siendo esa obra o no. ¿Qué habría pasado, en ese caso? El jurado, desde luego, se habría encontrado en un aprieto y probablemente habría determinado que eso no es aceptable por eso “no es Chopin”, quién sabe si con discrepancias llamativas y portazos como los que se dieron en 1980 con Ivo Pogorelich. En cualquier caso, habría sido el evento central de esta edición: nadie se habría escapado del pronunciarse al respecto. Pero no lo ha hecho. Y la consecuencia es que, una vez empezada la final con orquesta, todos los comentarios se han concentrado en los premios y ya casi nadie parecía acordarse de Sumino.
Ahora bien: el tema de la fidelidad al texto es doblemente interesante porque la presidenta del jurado, Katarzyna Popowa-Zydroń, insistió con firmeza, tras la final, en que no premiaron simplemente a “los mejores pianistas”, en abstracto, sino a los más “chopinianos”. Maravillosa afirmación. Pues resulta que Chopin era el primero que animaba a sus alumnos a ornamentar el cantable. Y amaba los pianos sin doble escape. Y detestaba el fortissimo atronador. Y era muy pulcro con el pedal. Y estaba a gusto en la intimidad de los pequeños auditorios. Pues nada de esto ha premiado este jurado. El fortissimo ha triunfado, las dinámicas propias del piano moderno se han explotado hasta el extremo y el pedal sincopado ha sido la norma, generando sonoridades inimaginables en 1840. Porque esa forma “chopiniana” de tocar no tiene que ver con lo que hacía Chopin, sino con el Chopin que ha creado la tradición con el paso de las generaciones. Y que seguimos creando y recreando, con mayor o menor imaginación, hoy en día. Por ello es interesante seguir un concurso como éste: porque nos da el pulso de lo que está sucediendo, no sólo entre quienes evalúan encarnando esa misma tradición, sino también entre las jóvenes generaciones que están recibiendo ahora mismo ese legado y van a encargarse de transmitirlo.
La propia fidelidad al texto es en realidad la fidelidad a una tradición que ese texto ha decido convertirlo en música de una determinada manera. Entiendo perfectamente la voluntad de Cateen de jugar con las reglas de la tradición, aunque sea una vez en su vida. Y si hubiera ganado, habría sido una validación excepcional de su maestría, que a su vez le habría permitido desplegar su propia música en escenarios para él menos accesibles. Pero un juego implica un riesgo, y él decidió en libertad qué jugada hacer. Tenía otras opciones, y ha optado por la más conservadora, la más mimética con la tradición. Él, que es realmente prodigioso modificando el texto y transitando entre códigos musicales diferentes, no ha hecho ni siquiera un tímido intento de añadir ornamentos en un nocturno. Más ha hecho J J Jun Li Bui, de cuyas habilidades improvisadoras y compositivas no sé nada, pero que sí ha dejado caer algún que otro añadido en sus (por mi gusto maravillosas) Mazurkas op. 24. Y que, mira por dónde, sí ha pasado a la final. No (sólo) por eso, quizás, pero el resultado ahí está.
Hayato Sumino (o Cateen, según queramos llamarlo) no ha sido el único en llegar al concurso desde un lugar que convierte su participación en algo nunca visto antes. Y aunque la jugada habría sido más redonda si hubiera alcanzado esa ansiada final, la visibilidad ante el público clásico internacional y también la validación moral de la academia se las ha ganado con pleno mérito. Quién sí ha llegado a la final, y llevándose finalmente un segundo premio, es otro japonés que voy a seguir muy de cerca en el futuro: Kyohei Sorita. Maravilloso pianista, francamente, y que varias cábalas dieron todo el tiempo como posible ganador. Debe de haber gustado mucho al jurado en las dos primeras pruebas si ha llegado a la final a pesar de una tercera prueba que en todos los sentidos no estuvo a la altura de las dos anteriores, tanto que su propia expresión facial manifestaba un claro y comprensible malestar.
La cuestión es que también en su caso, como en el de Cateen, el concurso no parece ser tanto una forma de “darse a conocer” como la plataforma desde la cual la tradición diga de él: “lo que haces es válido”. Porque también Kyohei Sorita tiene ya una carrera, que lucha a pulso como empresario de sí mismo. Organiza sus conciertos, con su propia compañía y orquesta propia, con la que ha grabado, para entendernos, el Tercero de Rachmaninov, y durante el confinamiento de 2020 consiguió que sus conciertos de pago en Youtube fueran de los más seguidos de la red. De nuevo, todo muy merecido, porque Sorita —que tiene un perfil de intérprete más “clásico” que Cateen y ya se acerca a los 30 años— es un magnífico músico, además de ser una persona emprendedora, con ideas y mucha iniciativa. Pero a eso se une un detalle interesantísimo: la preparación de este concurso la ha hecho bajo la guía de Piotr Paleczny, que mira por dónde estaba sentado en el jurado (donde no era ni mucho menos el único que tenía alumnado compitiendo: 7 de los 12 finalistas tenían relación con miembros del jurado).
Podríamos pensar que a su edad y con su currículum Sorita ha ido literalmente a “comprar” el concurso. Yo prefiero verlo de otro modo: ha planificado el concurso meticulosamente, yendo a que le explicaran punto por punto de qué está hecha esa tradición que este concurso encarna más que cualquier otro. A conocer esa tradición polaca de entender a Chopin de la que Paleczny es hoy el máximo representante y, más en general, a comprender en detalle lo que se aprecia y lo que se castiga en este concurso que nadie conoce tan bien como él.
Porque, tengámoslo bien claro, el Concurso Chopin no está para buscar figuras extraordinarias que toquen de un modo excepcional, sino para celebrar la tradición. Siempre ha sido así y no hay señales de que la cosa vaya a cambiar. Que después haya margen para que quien consiga el primer premio sea también una personalidad única, esto puede ser. Pero lo que se exige de ella es, de entrada, que no rompa con un molde antiguo y consolidado. Lo que no quiere decir que estemos asistiendo a un viaje en el tiempo, como si lo que escuchamos online estos días habríamos podido verlo tal cual hace 40 años, y no sólo porque hace 40 años no habríamos podido seguir un concurso por internet: tampoco habríamos asistido a una retransmisión tan deseosa de acercar esta música al gran público, ni se habría dado tanto peso a la dimensión humana de cara participante, con entrevistas, videos previos desde sus casas, y otro material análogo. Pero ¿qué música NO habríamos escuchado, hace 40 años y que en cambio estamos escuchando hoy? Aquí la cosa se complica, porque el canon se ha movido poquísimo, y las novedades, en un fortín de la tradición como es este concurso, parecen no tener mucho espacio. Y efectivamente hay que buscarlas entre líneas, en detalles mínimos y mucho menos evidentes de aquello que mientras tanto está sucediendo en los escenarios allá donde la escena clásica sí apuesta fuerte por la experimentación. Las hay y de ellas hablaré a continuación. Pero me temo que lo más interesante de todo es que globalmente seguimos escuchando a tanta, tantísima gente que toca maravillosamente bien siguiendo sumisamente un guion que es el mismo que escribió la generación de Artur Rubinstein.
Justo de aquí hay que partir: tanto en lo que a repertorio se refiere como si hablamos de la forma de tocarlo, la manera de presentarse ante el público, el uso de la agógica y de la dinámica, el manejo del pedal y tantos otros aspectos, lo que hemos escuchado estos días se movía dentro de una horquilla que deja poquísimo margen de acción. Lo que sí podemos apreciar es cómo se está jugando dentro de ese angosto campo de juego en que hemos encerrado la interpretación.
Ahora bien: insisto en que aquí hablamos justamente de “lo que hemos escuchado estos días”. Lo que no coincide, ni mucho menos, con “lo que el jurado ha escuchado estos días” (y el público presente en la sala, de paso). Porque una cosa es seguir el concurso por internet, y otra muy distinta es estar escuchándolo en directo. Distinta es la experiencia, distinto es el nivel de concentración y distinta —enormemente distinta— es la información que procesamos durante la escucha. En internet el sonido llega acompañado de unas imágenes cargadas de primeros planos, que magnifican el impacto emotivo de las expresiones faciales y evidencian detalles de la movilidad de la mano que en sala están supeditados a la percepción total de la figura. Y la mayoría de las personas escuchan el concierto leyendo en paralelo un chat que ha sido siempre muy activo y condiciona enormemente nuestra percepción. Pero sobre todo es el sonido el que es totalmente distinto, incluso si escuchamos (cosa más bien minoritaria) con unos auriculares de buena calidad y en relativo silencio, en lugar de hacerlo directamente del pequeño altavoz de un teléfono celular. Para poderse escuchar bien por internet el sonido necesita mucha compresión, condicionando profundamente las diferencias tímbricas y los contrastes dinámicos. En las dos primeras pruebas de este concurso, imagino que con el objetivo de preservar cierta fidelidad, la compresión era menor, pero a cambio había activo un limitador infernal que bajaba de golpe los picos dinámicos. El problema se corrigió en los días siguientes y no lo noté para nada en la final, pero esto da la idea de hasta qué punto las dinámicas que apreciamos son el producto de cómo la señal captada en sala se transforma hasta llegar a nuestros oídos. Si a ello añadimos que la propia percepción del sonido está condicionada directamente por los restantes estímulos que nuestro cuerpo procesa, no es equivocado decir que, desde casa, estamos escuchando otro sonido no sólo debido al audio, sino al propio video, y a las múltiples variables que condicionan la naturaleza de una experiencia que demasiadas veces pensamos como únicamente sonora e idealmente análoga a lo que viviríamos si no estuviera mediando la grabación.
Tengo la sensación de que este problema está detrás de algunas de las más aparentemente inexplicables decisiones del jurado, en positivo y en negativo, pero no puedo tener ninguna certeza de ello. La sonoridad impalpable de Chelsea Guo, por ejemplo, sonaba magníficamente en internet. Seguí con especial interés el caso de esta mujer porque en su disco chopiniano publicado al inicio de este 2021, además de tocar, ella canta, autoacompañándose al piano en algunas piezas breves: una práctica decimonónica que es ahí una simple anécdota pero habría sido todo un evento en un eventual concierto de premiación. A Chelsea, en cambio, la eliminaron en la primera prueba, a pesar de que su Nocturno op. 62 nº 2 me pareció maravilloso, y toda su prueba fue convincente (más que otras que sí pasaron a la siguiente ronda), aunque no consiguió disimular cierto comprensible nerviosismo. Fue convincente tanto en lo musical (empezando por el hecho de que en su cantabile sí se nota su experiencia vocal) como en la excelente actitud corporal. Pero eso es lo que escuchamos y vimos desde casa. No descartaría en absoluto que en vivo ese sonido se volviera tan etéreo como para diluir el encanto y mostrarse incapaz de llenar la sala entera.
Por otra parte, quienes sí tienen un sonido grande y potente puede que no hayan sonado tan bien en redes como lo hicieron en sala, y entre ellos el propio Martín García García, que francamente no pareció brillar tanto como nos hubiera gustado en las tres primeras pruebas y sin embargo en la final soltó un Concierto Op. 21 que sonó magníficamente en todos los sentidos. De hecho, tantísimas personas que seguían el evento por internet, que no le habían escuchado nunca antes de este concurso y tenían el único referente de esas tres pruebas tal como se escucharon desde la distancia, no escondieron su sorpresa ante todo lo que nos regaló en la final.
Es cierto: parecía otro pianista. Y la verdad es que todo lo que no le ayudaba en las pruebas a solo (no sólo el sonido probablemente excesivamente grande para ser captado de ese modo, sino también esas muecas que tanto le caracterizan y que los primeros planos agigantaban, pasando por las diversas imprecisiones que una toma de sonido tan directa magnificaban) dejó paso en la final a un despliegue de gran pianismo que aquí se apreció mucho mejor, gracias a unas cámaras más alejadas y una toma de sonido pensada para cubrir el conjunto del escenario y el tutti de la orquesta. Y tengo la sensación que otro tanto ha pasado con Eva Gevorgyan, que tampoco pareció brillar en las pruebas a solo tanto como era de esperar y luego parecía dominar fabulosamente la situación en la final desde la altura de un pianismo que hasta entonces no habíamos podido apreciar.
Por supuesto, Martín tocó maravillosamente bien en la final; tuvo un buen día y probablemente por fin entró de lleno en el ambiente de este concurso, lo que en su caso no es tan obvio considerando que, frente a candidatos que llevan años preparando exclusivamente este concurso, él se ha pasado los últimos dos meses manejando el repertorio colosal necesario para abordar en pocas semanas otros de los grandes concursos internacionales, el de Cleveland (que ganó) y el Liszt de Budapest. Pero cuando escuchamos el sonido grabado o retransmitido no estamos escuchando lo que allá suena, sino algo que únicamente se le parece, y puede que ni siquiera tanto. Por eso a Martín hay que ir a verle en vivo. Y a cualquiera que haya despertado nuestro interés. O disfrutar de lo grabado, pero sin autoconvencernos de que estamos escuchando lo que hubiéramos escuchado teniendo a esa persona delante. Porque no es así.
Los concursos en internet son fascinantes, pero si siempre es cierto que la percepción del jurado es bien distinta de la de cualquier oyente, lo es mil veces más cuando lo que escuchamos está tan condicionado por un medio donde todo, desde lo que vemos a lo que oímos pasando por nuestra propia forma de vivirlo todo, es tan increíblemente diferente. Algo que, naturalmente, se aplica también a cualquier ocasión de escucha, independientemente de la emoción agridulce de la competición.
Pero la competición hace que toda la perspectiva cambie, creando una dimensión propia que, por otra parte, se parece poco al día a día de la vida concertística. La cantidad de primeros premios que luego NO hacen carrera se explica en buena medida por la especificidad del formato tradicional de concurso, pensado para premiar una forma de proponer la música que poco tiene que ver con la realidad del concierto. Aquí escuchamos una interpretación tras otra, a menudo repitiendo obras, una y otra vez, varias veces en una misma tarde. En un concierto esto no sucede, ni el público escucha a alguien con la referencia auditiva de otra persona tocando en esa misma sala justo un minuto antes. Y en este concurso, además, la inmersión en la música de Chopin crea una realidad cognitiva propia, donde la elección de las obras actúa de un modo distinto incluso con respecto a otros concursos internacionales. Lo que, por otra parte, permite apreciar de manera especial la originalidad de ciertas propuestas y, a la vez, la resistencia de una tradición basada en primer lugar en la continuidad.
Fijémonos un momento en el repertorio. Todo Chopin, evidentemente: en este concurso no se escucha otra cosa. Pero Chopin no ha escrito sólo baladas, scherzos, polonesas, nocturnos y otras obras conocidas: ha compuesto muchas otras piezas que incluso publicó con número de opus, dándole con ello todo el relieve que luego la posteridad no ha querido darle. Y en esta edición es evidente que, aquí y allá, ha habido cierta voluntad de rescatar un repertorio no tan convencional.
Hemos escuchado puntualmente piezas que es realmente raro ver en los escenarios y aún más en los concursos, como las Variaciones op. 12, el Largo KK IVb/5, la versión a piano solo de las Variaciones op. 2, o el Rondó à la Mazur op. 1. Y hemos escuchado un número sorprendente de veces el otro Rondó à la Mazur, el maravilloso op. 5. Tantas han sido que no me extrañaría que próximamente veamos esta obra mucho más a menudo en los conservatorios y en los programas de concierto. De hecho, creo que se ha escuchado más veces esta obra en esta sala en estas tres semanas que en cualquier sala de concierto del mundo a lo largo del último siglo, y más de una vez de un modo realmente maravilloso. Aquí yo me quedo sin duda con el ya citado Sorita pero no fue la suya la única interpretación destacada de esta pieza deliciosa. Ahora bien: si para algunas obras ha habido una visibilidad insólita, otras permanecen en el olvido: el Allegro de Concierto op. 46 sigue sin interesar a nadie, y lo mismo la Sonata op. 4.
El catálogo de Chopin, es cierto, es el que es: por mucho que busques, acabas por caer una y otra vez en las mismas piezas. Podríamos ser más originales a veces, y es esperanzador que se rescaten páginas no tan interpretadas, pero el margen es pequeño, y el resultado salta a la vista: las mismas obras interpretadas una y otra vez por docenas de concursantes. Y aquí viene el punto que más me interesa. No sé si le pasa a otra gente, pero a mí escuchar 35 veces la Barcarola en el arco de pocos días se me hace realmente pesado, por muy maravillosa que me parezca la obra. Y se me hace tan pesada la escucha porque se trata de escucharla 35 veces prácticamente a la misma velocidad, con dinámicas enormemente parecidas, una agógica que responde siempre al mismo patrón, el pedal cambiado exactamente en los mismos sitios (y ni una vez que coincida con las indicaciones de Chopin, por cierto). Si a cada interpretación descubriera matices desconocidos, todo cambiaría. Pero no es lo que sucede, y en este concurso menos que nunca.
El caso extremo ha sido precisamente la final con orquesta, donde 9 de los 12 candidatos han presentado el mismo Concierto op. 11. El primer día, directamente, 4 de 4. Es cierto que escuchar la misma obra tocada prácticamente al mismo tempo y dentro de un mismo marco estético global permite que la atención se concentre inevitablemente en la pulcritud del acabado, consiente apreciar determinados detalles y evidencia la capacidad de generar un ambiente de diálogo con la orquesta y el director. En un concurso, esto tiene su interés. Pero hablamos de detalles, especialmente cuando de “calidad” de la interpretación se trata. Con un margen de movimiento tan angosto, identificar una “idea”, una propuesta propia, cuesta enormemente.
El caso de este Primer Concierto es especialmente interesante porque entre sus primeras grabaciones hallamos muestras perfectas de qué quería decir ser intérprete antes de ese filtro neoclásico del aún que nos cuesta deshacernos. Las grabaciones históricas de Moriz Rosenthal y de Josef Hofmann, ambas realizadas en la década de 1930, me parecen ejemplos paradigmáticos de lo que representa defender una idea fuerte y definida de una obra. El primer tiempo se convierte con Rosenthal en una ópera en miniatura, con sus recitativos y sus arias, sus interludios orquestales y sus golpes de escena. El tempo cambia continuamente, pero de forma modular, por secciones, como cambian los números de un acto de una ópera. Nada de ello encontramos en Hofmann, ese movimiento lo toca a un tempo esencialmente constante y muy rápido: lo que antes era una ópera se convierte en una danza, un único colosal vals, casi una antesala de la Burleske de Strauss. La acentuación lo aglutina todo, y dentro de ese pulso constante hallamos la variedad de caracteres, como si fuera una versión agigantada de los grandes valses op. 18, el 34 nº 1 y 42. Sin cambiar el texto, la obra se vuelve completamente otra cosa al cambiar de intérprete.
En la primera velada de la final hemos escuchado a Kyohei Sorita tocar fabulosamente bien este concierto: maduro y muy curtido en el diálogo con la orquesta, era un placer ver con qué arrojo dominaba la situación; la propia orquesta estaba tocando mucho mejor con él que con el resto de concursantes y le ha permitido entregarse a sus preciosismos decorativos sin perder nunca el hilo del discurso. Y hemos escuchado a Hao Rao, que a los 17 años ha mostrado una solvencia que la mayoría del jurado llamado a evaluarlo estoy seguro que no ha tenido en ningún momento de su existencia. Y a Leonora Armellini, siempre con el canto como seña de identidad, capaz de dar un sentido expresivo hasta al más mecánico de los arpegios. Y a Kamil Pacholec, que si no fuera polaco probablemente no habría estado ahí, pero ha mantenido altísimo el nivel medio de primer cuarteto de concursantes. Francamente, entre los cuatro las diferencias había que mirarlas muy entre líneas. No hemos visto ni remotamente una diferencia estética comparable con aquella que separa Hofmann de Rosenthal. Y me llamó la atención ver en el chat de la retransmisión en directo las afirmaciones contundentes de quienes estaban totalmente convencidos (aquí sí uso el masculino, porque suelen ser un buen 98% hombres quienes hablan así) de la absoluta superioridad de uno sobre otro, pero no se ponían de acuerdo acerca de quién era “uno” y ese “otro”. Sorita se ha llevado la mayoría de los comentarios positivos, es cierto. Pero el punto es la contundencia con la que una interpretación les parecía tan extraordinariamente superior a cualquier otro. Pues yo debo de saber poco de piano, porque esa absoluta superioridad no se la veo. Como no consigo ver tan absoluto el supuesto desastre que una parte importante de los comentaristas ha visto en la prueba de hoy de J J Jun Li Bui (otra vez el primer concierto), que es cierto que parecía un poco acelerado en el último movimiento, pero también por ello podía resultar electrizante. Y si ha gustado tanto el siguiente Segundo Concierto de Alexander Gadjiev, ¿no será en gran medida porque era otra obra, después de tanto empacho de ese Op. 11? Aunque es cierto que en el segundo movimiento Gadjiev ha tocado de un modo muy interesante, con pasajes realmente llamativos. Eso sí: varias notas falsas, y algunas muy evidentes. Pero ¿es esto tan grave? Hemos oído muchas notas falsas en concursantes que sí han pasado sus pruebas, y el tan alabado Sorita tampoco es que haya sido impecable, como tampoco lo han sido Martín García y Liu, . ¿Y entonces? Las notas falsas, de por sí, claramente no son un problema, hoy en día. Tal vez lo hayan sido en la época de Zimerman. Hoy, desde luego, no. Y está muy bien que así sea. De hecho, si lo fueran, muchas de las personas que han llegado a la final no lo hubieran conseguido, porque perfectas, sus primeras pruebas, no lo fueron.
Ahora bien: si las notas falsas no lo son todo y el repertorio es en su mayoría tan canónico, el margen es realmente pequeño. Si, además, no lo aprovechamos, queda muy poco. Y en ese poco nos movemos. Dentro de este “poco”, y en medio de muchísimas decisiones que siguen a rajatabla el modelo de las grandes figuras de la discografía, sí ha habido tres tendencias, estos días, que me parecen relevantes. Tres aspectos que han sido comunes a un número considerable de concursantes y que de ningún modo habríamos oído por igual hace medio siglo. Repito: hay que buscarlas entre líneas, pero las hay, y forman parte de lo que también vamos oyendo en los escenarios, dentro de este paradigma interpretativo que no parecemos querer cambiar.
¿Es este el mundo que nos espera? El puente hacia unos códigos propios de la música popular está claramente tendido. No digo que me guste: me limito a observarlo. Dentro de lo que oigo y que parece moverse en esa dirección hay cosas que sí me gustan y otras que no. Un poco como en todo el mundo que me rodea. Pero sí quiero entender adónde estamos yendo. Y aquí el impacto de lo que haya podido pensar este jurado es más bien anecdótico, porque este mundo lo vamos a hacer colectivamente. No hay autoridad que pueda parar un giro estético de toda una generación. Lo que me parece es que no se trata de un viraje, sino de un sutil cambio de trayectoria. Tan inocuo que ni siquiera escandaliza a la anterior generación. Apenas alguna cosa sí se va del camino marcado, las reacciones son claras. Georgijis Osokins no me gustó en ningún momento, pero es indudable que tenía una forma de tocar bastante original, estilística y biomecánicamente: ni siquiera llegó a la final a la que sí había llegado en 2015. Y los dos minutos probablemente más razonadamente alternativos de toda la competición de este año nos los ha regalado Eva Gevorgyan con el último movimiento de la Sonata op. 35. Pues de ella concretamente dijo Katarzyna Popowa-Zydroń que sí habían sopesado darle algún premio y que era una magnífica pianista, pero que su manera de tocar no era estilísticamente adecuada… Et volià.
El paso de Eva Gevorgyan por el concurso ha sido bastante irregular y es innegable que no haya mostrado todavía un aguante merecedor de uno de los primeros premios. Pero tampoco Kyohei Sorita y Martín García García hicieron un concurso homogéneo, y, en cambio, se llevaron premios importantes. La cuestión es que no debieron de poner nervioso al jurado en ningún momento. Sin duda debieron de gustar más en ciertos momentos que en otros, pero no debieron de bajar nunca debajo de esa línea roja que tiene que ver con el tocar en un estilo inaceptable. Lo que significa, en realidad, no distanciarse demasiado de lo que la tradición en este momento considera adecuado: de ese “verdadero Chopin” que ese jurado sí sabe tan bien cuál es.
Muchas personas, tras leer en Facebook mis largos posts sobre esta edición del concurso, me han pedido que comentara los resultados. Ahora bien, si lo pensamos bien, el veredicto, en un concurso como éste, tiene un impacto bastante relativo. A diferencia de lo que sucede en otra clase de competiciones, en los grandes concursos internacionales el resultado suele ser interesante esencialmente por dos razones: (1) porque efectivamente dará mucha visibilidad a quién se lleva el primer premio (y sólo en parte los otros premios, a mucha distancia) y (2) porque suele ser un reflejo de cómo la generación anterior valora lo que está haciendo un grupo selecto de pianistas cuya edad media suele estar en torno a los 25 años y que es, en todos los sentidos, la generación destinada a sustituirles. A partir de ahí, que el primer premio sea el que hace carrera o no, no está nada claro: en las últimes décadas son muchas las personas que han triunfado SIN ganar concursos importantes (Kissin, Volodos, Lang Lang y Yuja Wang, por citar solo algunos casos) y a otras que, si han ganado algo, han sido premios menores (Khatia Buniatishvili y Lucas Debargue, para citar tan sólo dos casos recientes). ¿Hará carrera Bruce Liu? Yo, francamente, lo dudo. Es posible que sí, por supuesto, y este primer premio le abre muchas puertas. Pero de ahí a construirse una carrera hay un trecho. Y Bruce Liu ha ganado porque las reglas del juego le han favorecido. En muchos concursos —y en éste en particular, debido a las normas de votación y las características de un jurado muy grande y con una importante representación de personas que no tienen una intensa carrera concertística internacional— no gana quien destaca, sino quien consigue molestar menos. Unas pocas notas muy bajas bastan para hundir la media, aunque otros miembros del jurado hayan dado a esa misma persona unas notas muy altas; siempre saldrá ganando quien haya conseguido que todo el jurado le dé una buena nota, aunque sin entusiasmar ni parecer el candidato ideal. Y con Bruce Liu supongo que haya sucedido precisamente esto: su manera de tocar no tiene nada de excepcional y sin embargo es sólida y proporcionada, perfecta para las expectativas de este concurso.
¿Podríamos decir algo parecido de cualquier finalista de este concurso? Es probable que no en la misma medida. Liu ha sido sin duda el más equilibrado. Ha habido otra gente muy precisa, pero nadie impecable; otra gente musicalmente interesante pero apenas se salían de las expectativas de la tradición la censura del jurado caía sobre ellas; el repertorio dejaba poco margen y en cualquier caso nadie lo ha explotado a fondo; y en lo que a imagen y a discurso fuera del escenario la media de lo que hemos visto era bastante decepcionante y Liu ha sido siempre el más profesional ante las cámaras. De nuevo, con Cateen en la sala las cosas habrían sido distintas. Pero las cosas han ido como han ido.
En realidad, no sabemos bien “cómo han ido” en el sentido de que, mientras no se publiquen todas las votaciones (algo que sí pasó en la anterior edición), no sabremos qué notas dio cada jurado en cada prueba, solo podemos elucubrar acerca de qué condujo a ese resultado final. En el Concurso Chopin el sistema de votación acumulativo y el peso que tiene el voto secreto tres cada prueba hace que quien gana no siempre es el que la mayoría del jurado quería que ganara: es quien suma la mejor media en todas las pruebas. De ahí que no se entiendan a menudo los resultados con solo escuchar la final. A esto se suma lo que sucede en todos los concursos: que ser quien toca en último lugar, especialmente en la final, siempre es ventajoso (y aquí se ha confirmado: Bruce Liu fue el último del último día) y que, en cambio, es fácil que en las primeres pruebas, si hay un número muy elevado de participantes, la votación sea bastante aleatoria. Que no haya pasado la primera prueba Zitong Wang, por ejemplo, es efectivamente sorprendente, y más considerando que también ella, como el flamante ganador, se presentó como alumna de Dang Thai Son. Escuchada desde casa fue sin duda una de las mejores primeras pruebas de todo el concurso. Pero… ¿cómo se escuchó en sala? ¿A qué hora tocó? ¿Quién la precedió? Y también: ¿sabia bien cada miembro del jurado a qué Wang votaba, cuando votaba? Porque había seis. Tal cual: 6. Seis Wang en la misma competición. Sobre un total de 87 personas que fueron admitidas a la primera prueba, que ya es un disparate. Por mucho que intentes votar con justícia, tu perspectiva no es la misma al principio que cuando llevas cinco días escuchando 86 primeras pruebas, todas con un programa muy parecido y todas con un nivel mínimo muy elevado.
Esta realidad debemos recordarla bien cuando, tras seguir por internet una u otra prueba, quizás ni siquiera de forma completa, nos parece “injusto” el veredicto del jurado. La perspectiva del jurado es otra. No quiero excusar a nadie: solo digo que es otra cosa lo que están evaluando. Ya la escucha de TODAS las pruebas nos daría otra visión. La escucha de esas mismas pruebas en la concentración de una sala de concierto, de nuevo cambiaría nuestra reacción. Y sería todavía diferente si, además, nos tocara dar una nota al final de cada interpretación y discutir de ellas quizás en presencia de quienes están enseñando día tras día a esa persona.
En sala, además, se percibe de otro modo la reacción del público, que este año el propio jurado ha reconocido haber sido importante a la hora de expresar sus valoraciones. Esta es quizás la dimensión que más conecta un concurso a un concierto, porque la capacidad de cautivar a la audiencia sí es la misma que cualquier pianista necesita día tras día en sus apariciones en público. La dimensión competitiva crea un espacio artificial, excepcional y ajeno a la atmósfera de un concierto, pero esa capacidad de comunicar (con el sonido y con el cuerpo) sí es la misma. Tanto que me pregunto hasta qué punto cada participante ha sido consciente de cuán importante es la información que ha transmitido con su cuerpo, con su forma de saludar, con sus sonrisas o sus gestos antes, durante y después de cada interpretación. Nadie gana o pierde un concurso SÓLO con eso, pero sí TAMBIÉN con eso. La unánime percepción de que Aimi Kobayashi acabó sin fuerzas la prueba final, por ejemplo, estoy seguro de que hubiera sido rádicalmente distinta si, al terminar, hubiera regalado al público una sonrisa y hubiera interactuado de otro modo en el escenario. Quizás es cierto que no le quedaban fuerzas, pero la realidad es que lo que vimos hizo pensar inmediatamente a un agotamiento que yo no conseguí percibir de forma tan evidente en su sonido. Sin embargo, al acabar, la percepción de que había sido una mala prueba fue unánime tanto en los comentarios en redes como en la sala, por parte de un público que la quiere desde cuando era una niña (la hemos visto literalmente crecer en internet: ¿se acuerdan de cómo tocaba con 4 años?) y que la apreció tanto durante la edición de 2015. cuando también alcanzó la final. Y no ha sido el suyo el único caso. De hecho, cualquier intérprete está transmitiendo información constantemente, no sólo con sus notas. En un concurso, donde la comparación es tan directa y las diferencias entre una interpretación y otra son tan sutiles, estos factores pueden resultar decisivos, nos guste o no.
Y en medio de todo esto estuvo, este año, el tema de las marcas de los pianos, que nunca antes habían sido tan diversas y tan presentes en la dinámica del concurso. Con un desenlace en sí mismo sorprendente: el 1º, el 3º y el 5º premio tocaron Fazioli. Un 278, no el inigualable 308. Ahora bien, incluso escuchado con internet de alta velocidad y unos más que aceptables auriculares Sennheizer QuietConfort 35 II, ese piano, francamente, no parecía sonar muy bien. Me gustó infinitamente más el Steinway usado por Sorita y Kobayashi: un sonido rico, flexible y sorprendentemente variado. Y el Shigeru de Gadjiev: más homogéneo, sí, pero muy atractivo. Sin embargo, ¿fue ese el sonido que se escuchó en sala? ¿No será que precisamente el Fazioli sonó más nítido, más potente y más penetrante justo allá donde estaba sentado el jurado (al fondo de la sala, por cierto, y no en la fila 5)? Puede que esa potencia fuera justamente lo que dificultaba que la señal se captara en redes en toda su riqueza y que la transmisión del sonido a distancia resaltara, en cambio, las cualidades del Steinway. Si así fuera, ese plus de intensidad y nitidez del Fazioli debió de resultar muy fascinante en sala. No puedo saber cuánto hay de cierto en esta suposición porque no he estado ahí. Me quedo con la duda y me reservo el juicio.
Me reservo el juicio a la espera de escuchar en vivo a quienes hemos escuchado tanto en redes estas semanas. Pero no a todo el mundo por igual. Empezando por el ganador. Bruce Liu, en el fondo, no me ha interesado: me ha parecido un excelente pianista que no siento la necesidad de oír en directo mientras no me prometa algo más. Sorita sí. Gadjiev también, pero sobre todo de aquí a unos años, cuando empiece a llevar al escenario el resultado del interés por la improvisación que ha manifestado en sus declaraciones. Quiero ver cómo suena en un auditorio el piano de Martín García García, y sobre todo qué trayectoria tendrá su carrera tras el atracón de ese concurso de Cleveland y este premio en Varsovia, con ese repertorio inmenso que tiene y que necesitará para enfrentarse a los muchos retos que le esperan. Y veremos qué sucederá con quienes se plantaron en la final con 17 años: Hao Rao, muy niño aún pero solidísimo; Eva Gevorgyan, irregular en este concurso pero con un potencial inmenso; y ese JJ Jun Li Bui que en las pruebas solistas fue realmente prometedor. Pero también veremos qué sucederá con otra gente, premiada y no. Un concurso como éste, retransmitido online y tan conocido, se vuelve un escaparate, donde el premio es sólo la guinda del pastel. Y para quienes queremos comprender los caminos de la historia de la interpretación es un espacio privilegiado no solo para apreciar a quienes tocan sino para valorar implícitamente el criterio de quienes evalúan y también, por qué no, para intentar comprender cómo fluctúa la percepción de quienes escuchamos esa música desde casa.
Yo lo tengo claro: llevo desde que acabó el concurso escuchando a Sorita, todo el tiempo. En Spotify tiene más de 10 horas de música grabada, y ha sido un sucederse de sorpresas, la mayoría de ellas muy agradables. Sin el Concurso Chopin, a saber cuándo y cómo habría llegado hasta él. Pero que no cunda el pánico: de él y de todo lo que he encontrado en esas grabaciones no voy a hablar hoy. Otro día será.
Aire fresco
Juan Pérez Floristán acaba de ganar el Primer Premio del Concurso Arthur Rubinstein, uno de los más exclusivos del mundo. Que un querido amigo como es él gane un concurso de este nivel siempre es una alegría, de aquellas que apetece compartir aunque no haga una especial falta, visto que los medios de comunicación se activan enseguida cuando hay competición de por medio. Pero en este caso lo personal desemboca en otras dimensiones, y esas sí merecen algunas palabras.
Porque Juan no es sólo un fabuloso pianista: es también una personalidad inconformista donde las haya, una persona inquieta que se identifica cada vez menos con la hiperespecialización que ha acompañado la historia de nuestra música, y además un hombre con una consciencia política fuera de lo común, que no tiene pelos en la lengua al hablar de las tantas cosas que deberían funcionar de otro modo en este mundo actual. Además, para él que ya es un nombre propio, ganador en 2015 del primer premio en otro grande como es el Concurso Paloma O’Shea de Santander, el hecho mismo de presentarse a un concurso de esta índole, a los 28 años, era una apuesta delicada. Cualquier resultado que no fuera el primer premio se hubiera podido interpretar como un paso en falso. Pero a la vez era, es y será una oportunidad para encontrar otros espacios en los cuales seguir en libertad una trayectoria que no pasa sólo por los caminos conocidos.
Igual que te hace un directo en Facebook Live en pijama desde su casa o atrapa a la audiencia como contertulio de un programa de radio de máxima audiencia como es La Ventana de la Cadena Ser hablando de música y más cosas con un humor inteligente y desternillante, Juan se acaba de llevar el concurso Rubinstein tras plantarse en Tel Aviv con unas interpretaciones muy poco convencionales de un repertorio arriesgadísimo, para un concurso como éste que tradicionalmente ha exigido la máxima precisión técnica. Y sé de primera mano que se armó un revuelo considerable con su ejecución del 4° de Beethoven, donde inserta de un modo personal y extremadamente convincente gran parte de las variantes del manuscrito de Viena, de cuya existencia supo a partir de la lectura de mi Beethoven al piano.
Parecía temerario, hacer eso en un concurso. Y más considerando que toda su interpretación de esa obra es muy preciosista, con un tratamiento de la dinámica que perfectamente podría ser tachado de “poco estilísticamente correcto” de parte de quienes no quieren que les sorprendan y sólo esperan ver reafirmadas sus certezas. Pero presentarse en un concurso de esa magnitud con una propuesta así es la clase de jugadas que obligan al jurado a decidir donde quiere estar: ¿Seguimos en la continuidad de una tradición atada a los mismos formatos y a los mismos principios interpretativos desde hace un siglo o aceptamos que se pueda cambiar el guion y que la obra no suene necesariamente como la hemos conocido hasta hoy?
En Tel Aviv ha ganado el aire fresco, y Juan no sólo se ha llevado el Primer Premio del Concurso, sino también el premio del público, el de la mejor interpretación de cámara y, lo que es más interesante, el premio a la mejor interpretación de un concierto de Beethoven. No es sólo una alegría para quienes queremos a Juan. Es una buena señal lanzada al mundo que viene. Un excelente precedente para quienes puedan estar preguntándose si vale la pena dar pasos fuera del terreno conocido. Pero también una maravillosa ocasión para reflexiones que trascienden los concursos de piano y posiblemente el propio marco de la música de la que aquí estamos hablando.
Porque Juan Pérez Floristán toca, efectivamente, de un modo bastante personal, y sobre todo se ha atrevido a ser él mismo al 100% en este concurso, con todos los riesgos que esto implica. Pero también conoce las reglas del juego mejor que nadie, tras la solidísima formación que acumuló primero con su madre, luego en la Escuela Reina Sofía y finalmente en la clase de Eldar Nebolsin en la Hanss Eisler de Berlín. Y el resultado es que en su paso por el concurso Rubinstein el dominio del oficio era apabullante: ese control del instrumento y de sus recursos, pero también de los elementos estilísticos y los códigos expresivos que la tradición nos ha dejado en herencia y que son un legado sin el cual cualquier cosa que hagamos, por muy original que sea, puede convertirse al instante en un capricho sin fundamento. No tiene por qué ser así, pero es fácil que así sea.
En este concurso, desde luego, ha pesado muchísimo este poso. Como también se ha notado lo maduras que estaban todas sus decisiones: las convencionales y las que no lo eran tanto. Eso, para mí, también es una lección. Es bonito pensar que este concurso nos diga que el establishment puede aceptar lo que no está tan aceptado. Pero para que así sea hay que hacerlo con tanto criterio y tanto rigor como ha sido en este caso. Otros caminos menos meditados o menos ajustados al tipo de solvencia profesional que hemos consolidado durante el siglo XX van a ser mucho más complejos de entender, de aceptar y de insertar dentro de una tradición que nos acompaña desde hace tantas generaciones ya.
Lo que no saben quienes esta noche han premiado a Juan es que darle una visibilidad aun mayor de la que ya tiene a una personalidad única como la suya puede significar darle también la libertad de que nos siga sorprendiendo, una y otra vez, en el futuro. En la música y, por qué no, fuera de ella. Agárrense fuerte, porque puede pasar de todo.
El grito pianístico de Susan Campos
Conozco a Susan Campos-Fonseca desde hace muchos años. Y estoy acostumbrado a que me sorprenda una y otra vez. Toda su extraordinaria carrera está marcada por giros inesperados y apuestas valientes, de aquéllas que te desafían continuamente.
Hace unos meses anunció que su siguiente álbum iba a estar dedicado a la música pianística de Marvin Camacho-Villegas, compositor costarricense ampliamente reconocido internacionalmente. Algo no cuadraba: Susan es muchas cosas —musicóloga y pensadora de máximo nivel, activista, poetisa, artista experimental, directora de orquesta de formación y unas cuantas cosas más— pero no una pianista concertista que identificaríamos de entrada con la interpretación de un repertorio pianístico anclado a la tradición académica.
Indigenae es un álbum de música para piano. Pero la acción creativa de la pianista que lo ha realizado permea cualquier rincón, hasta el punto de que se convierte en un álbum de música “de” y “para” una pianista. Música que parece haber sido escrita para ella, como si estas obras hubieran sido escritas para hacer posible este proyecto. No ha sido así: las obras estaban ya compuestas, y en más de un caso habían sido grabadas por otras personas con anterioridad, incluido su propio autor. Pero cuando escuchas este álbum, si ya conoces algunas de las obras aquí interpretadas, todo lo que podías tener en tu memoria se convierte pronto en un simple referente. La acción creativa es brutal. Literalmente. Y esto es cualquier cosa menos un atentado en contra de las obras, y menos aún una ofensa a ese imaginativo compositor que es Marvin Camacho, personalidad abierta donde las haya. En efecto, si sus obras se han prestado tan bien a esta acción creativa es, en primer lugar, mérito suyo y de esa forma de escribir en la que la tradición europea dialoga en libertad con un sentir latinoamericano que aquí se explicita partiendo precisamente del potenciar de las estructuras que él mismo ha plasmado en el pentagrama. Cabría incluso preguntarse si esto mismo no debería ser un objetivo para cualquier artista que escriba una partitura: que quien las interprete las sienta como una entidad viva con tanto potencial como para adquirir formas como las que aquí encontramos. Formas tan distintas, por ejemplo, de las que el propio Marvin Camacho dio a sus Haikus (cuatro de los cuales conforman la primera parte de este álbum) cuando los grabó en su álbum Rituales y leyendas, publicado en 2012. Y si, en otros casos, ésta es la primera grabación mundial, la ausencia de una referencia previa no impide que precisamente al escuchar lo que Susan Campos hace obras como Sorbones y Kö yöno tengamos la seguridad de que otras lecturas muy distintas son posibles.
Aquí, en todo momento, vemos la coherencia de una propuesta concreta, cuya estética de contrastes extremos sigue la línea que ya habíamos encontrado en el anterior álbum de Susan Campos, el impresionante Suicidio en Guayás grabado junto a Fredy Vallejos. Pero lo que en ese caso era el producto de una producción electrónica muy elaborada, aquí se concentra en una propuesta acústica, cuyas únicas intervenciones electrónicas se limitan al tratamiento de las puntuales intervenciones de la voz en los tres Sorbones. Y no hay otros instrumentos, a parte de la marimba que dialoga con el piano en Kö yöno. Cuesta creerlo, en varios momentos, tan sorprendentes son los sonidos que brotan de ese instrumento. Pero esto convierte la fisicidad de la producción del sonido, en todas sus dimensiones, en un elemento decisivo.
No vemos a Susan manipular su piano, preparándolo primero y tocándolo luego. Pero la escucha del puro audio es imposible no vincularla a esa experimentación que es sonora pero también corporal, hecha de física de los materiales (por la sorprendente preparación del instrumento) y de la corporalidad que imaginamos a través de los audífonos. Ese cuerpo humano que es el territorio por excelencia de la violencia colonizadora, y que por ello se vuelve espacio de luchas y reivindicaciones hoy más necesarias que nunca, se proyecta en ese piano con una actitud de rebeldía que recoge experiencias antiguas y nuevas.
Impregnan este álbum las llamadas “técnicas extendidas”, y en particular la producción del sonido actuando directamente sobre las cuerdas de las que Henry Cowell fue maestro indiscutido. Y la preparación del piano, que asociamos inmediatamente a John Cage, está detrás de muchos de los efectos más sorprendentes. Pero en la interacción entre manos y voz humana —de esa voz susurrada que no busca en el piano un “acompañamiento” sino un colaborador en igualdad de condiciones, lejos de cualquier jerarquía— oigo también el eco de la inolvidable Nina Simone, y de la que es, en mi opinión, el más logrado ejemplo de melólogo de los tiempos recientes, el De Profundis de Frederic Rzewski.
Cowell, Cage, Simone, Rzewski: cuatro pianistas, cuatro gigantes de la música americana, cuatro figuras incómodas que vivieron en sus carnes las dificultades de abrirse camino en un mundo musical marcado por la herencia decimonónica. Y cuatro artistas que, de formas muy diversas, tuvieron que lidiar con un conservadurismo burgués que fue especialmente despiadado cuando en juego estaban las identidades de género. Si la carrera de Nina Simone se vio marcada para siempre por su ser una mujer afroamericana que de niña quería ser pianista clásica, el caso de los 15 años de cárcel a los que fue condenado Cowell en 1936 por ejercer en libertad su bisexualidad es un ejemplo no menos impactante, agravado por el vergonzoso silencio de toda la comunidad musical, que no movió un dedo para denunciar el caso.
Profunda conocedora de este legado, Susan Campos lo vuelca en los 40 impresionantes minutos de este Indigenae recién publicado. Su referente imaginativo está más al sur de esos Estados Unidos donde Henry Cowell y Nina Simone desarrollaron su imaginario: está en los mundos audibles de los pueblos indígenas de la región de Talamanca, en su Costa Rica natal, los Bribri-Cabécar. Pero el alcance de su investigación sobre ruido y colonialidad interior trasciende cualquier frontera. Este álbum es un grito contra esa “autocomplacencia colonizada y colonizante” de la que nos habla Antonio García Gutiérrez en su Identidad excesiva, una autocolonización que nos permea en todo momento, vivamos donde vivamos. Y ese grito tiene la forma fascinante de una artista que con su cuerpo repiensa ese piano —instrumento europeo y burgués como ningún otro— para extraerle otros sonidos, para contarnos otra historia, para decirnos que otra convivencia es posible si repensamos nuestras categorías, nuestros límites, nuestras jerarquías.
Coronamusik
This is so much the case that, if we have to talk about viruses, I prefer the tragicomic humour of Arno Lücker and his Corona-Version of Für Elise. Do we need distancing to avoid contagion? Let the minimum distance be … a major third!
“No fear”
Freedom is not being afraid, says the great Nina Simone in this video. Hopefully research will soon return the freedom that fear is taking away from us. Because healthcare personnel are saving lives in the short term, and we will never thank them enough for their work. But only research will create the conditions to clear the fear that grips us today. Research and the resulting knowledge will make us freer. As it has always been, throughout the history of humankind.
El encierro
En estos últimos días diversas personas queridas me han comentado que les sorprende que esté tan callado en las redes sociales. Y es cierto.
Lo estoy por varios motivos. El primero es logístico. Este “todo el mundo en sus casas” puede sonar muy igualitario, pero es justo lo contrario. Estar solo o acompañado, con o sin niños, con o sin jardín, con o sin buena relación con las personas con quienes compartes tu vivienda, así como tener a personas mayores en casa o no, tener un trabajo retribuido o no, tener perspectivas futuras o no, tener una edad u otra… Todo contribuye a que la casuística sea de lo menos igualitario que hay.
El tiempo y la tranquilidad que toda esta situación nos deja, concretamente, varía totalmente según las circunstancias, exactamente como estar todo el día en casa puede suponer una amenaza económica terrible o no dependiendo de cuál sea nuestra situación laboral. Yo tengo a personas de mi entorno que directamente no saben cómo dar de comer a sus hijos. Tal cual. No es mi caso, por fortuna. Ni siquiera tengo, este semestre, multitud de horas semanales de clase por impartir. Pero sí vivo en un piso de 60 metros cuadrados, con una pareja (maravillosa, eso sí) y dos niños, y sin un piano en condiciones. Y cuando leo los relatos de quienes tienen tiempo para leer libros y ver series y películas, o veo a quienes están estudiando y retransmitiendo sus interpretaciones en directo en las redes, me parece estar viviendo en otro planeta. Me alegro por quienes lo pueden hacer. Yo no. Si el encierro te pilla viviendo solo en casa, o en pareja, tienes una situación. Si tienes niños, todo cambia. Del mismo modo que, durante años, disfrutas de los fines de semana en familia, sí, pero éstos son cualquier cosa menos un descanso. Descansas, si acaso, los lunes, cuando los niños por fin están en el cole, si no coincide que tienes un día repleto de clases u otras actividades. Y si encima no tienes jardín ni un balcón mínimamente practicable, la cosa se complica ulteriormente.
Como todo el mundo, intento sobrellevar todo lo mejor posible. Yo tenía en estos meses, entre marzo y junio, una agenda que incluía conciertos y conferencias en España, Portugal, Italia, México, Costa Rica, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Turquía. 9 países. Todo suspendido, por supuesto, a la espera de ver cuáles de estas actividades se podrán realizar algún día y cuáles no. Pero comparando con la situación de tanta gente que está sufriendo mucho, mucho más, ni se me ocurre quejarme. Sólo deseo que esto acabe pronto; quiero ver cómo salimos (anímica y económicamente) y deseo que sepamos reflexionar acerca de qué hay detrás de todo lo que está pasando. La fragilidad del norte del mundo, supuestamente más “desarrollado” y más “poderoso”, se ha visto desenmascarada con una crudeza escalofriante; enteras naciones de rodillas ante este enemigo invisible y, sobre todo, ante la impotencia de un sistema que no sabe ni siquiera cómo comprar y distribuir a su propio personal sanitario unas míseras mascarillas que cuestan unos pocos dólares… Es algo increíble. Y muy revelador de los desequilibrios estructurales y las debilidades de nuestro mundo. Ojalá sepamos imaginar otro, en el que la solidaridad y el bien común tengan un espacio mayor, y podamos luchar para hacerlo realidad.
El problema es que, además de la real escasez de tiempo y tranquilidad mental para escribir (aunque creo que escribir este post va a ser muy saludable, en este sentido), entrar en las redes sociales me está resultando, en estas semanas, una experiencia francamente desagradable. Demasiadas son las cosas que no me gustan. Detesto el goteo interminable de previsiones catastrofistas acerca de “lo que pasará” y, aún peor, acerca de “lo que pasaría si no hiciéramos no sé qué”, precisamente ante una pandemia de la que todavía sabemos tan poco; me parecen literalmente pornográficas las cifras diarias de muertos y positivos; no me gusta ver como se está aceptando sumisamente el relato dominante como el único posible; y me parece desconcertante que el terror se expanda entre colectivos que tienen una probabilidad de fallecer por este virus infinitamente más baja de la que tienen cada vez que ponen en marcha su automóvil o encienden un cigarro.
Estamos encerrando a niños y mayores supuestamente por el bien de toda la población, pero el caso es que de este modo estamos institucionalizando una violencia que veremos qué consecuencias traerá. Y globalmente estamos poniendo en riesgo el futuro de la educación y el bienestar nuestros y de las próximas generaciones por una enfermedad que cuesta creer que pueda matar a más personas de las que matan anualmente las armas que producen esos mismos países ahora tan amenazados (un numerito, ya que están de moda: ya van 400 000 muertos sólo por la guerra de Siria). Ojo: puede que sí; quizás llegaríamos a millones de muertos, si no estuviéramos todo el mundo recluido en casa (aunque hay maneras y maneras de hacerlo, como se está viendo en la anarquía de medidas que hay en la propia Unión Europea). Y yo, como más o menos todo el mundo, intento ser lo más estricto posible con las normas. Pero reclamo mi derecho a no creerme el relato al 100%. Demasiadas son las cosas que no sabemos, de este virus, y no lo digo yo, sino gente que sí sabe de epidemiología. No sabemos por qué mueren tantos hombres y tan pocas mujeres, por ejemplo. Y no sabemos realmente por qué en ciertos países hay una mortalidad más alta que en otros, ni por qué en ciertos países se ha expandido tanto y en otros no tanto contando con medidas similares, ni por qué parece haber variaciones en las franjas de edad de las personas fallecidas según los países, por mucho que sepamos que el conteo sigue criterios diferentes en cada caso. Todos los supuestos expertos que escriben artículos sobre el tema acaban llegando al mismo punto: ninguna hipótesis consigue explicar con claridad las cifras de las que disponemos. Y es normal que así sea: conocemos todavía de una forma demasiado imperfecta el funcionamiento de este Covid-19. De ahí la importancia de la investigación, y no sólo de las medidas de prevención: una investigación que será aún más decisiva con el paso del tiempo, porque de ella dependerá que en el futuro sepamos hacer frente a otras embestidas de este virus u otros parecidos.
Por otra parte, si comparamos las víctimas del coronavirus contabilizadas hasta el momento de escribir estas líneas (25 000 en todo el mundo) con las de cualquier otra enfermedad grave (400 000 por malaria cada año, para dar una idea; insisto: cada año), me cuesta no pensar que todo este revuelo, incluida la investigación a contrarreloj que se está realizando en laboratorios de medio mundo, se está armando porque de malaria, o de dengue, o de otras tantas enfermedades muere sobre todo gente pobre y de piel oscura. Sin hablar, por supuesto, de la cifra pavorosa de personas que mueren cada día de hambre. Y me da una rabia horrible que se hable tan poco de lo racistas que están siendo las medidas que se han tomado en la propia Europa, y en España en particular, considerando cuánto amenazan la economía y la seguridad jurídica de los colectivos más débiles, en una sociedad en la que el neoliberalismo ha hecho estragos, en la que la precariedad laboral se ha visto avalada constantemente por gobiernos de diferentes colores, lenguas y banderas, y en la que los propios centros de acogida de menores se han vuelto un negocio siniestro creando situaciones escalofriantes en familias inmigrantes y en colectivos especialmente indefensos.
El discurso del “bajar la curva”, por otra parte, se está aplicando en Europa de manera chapucera, y a la vista están los resultados: el rigor con el que se ha aplicado en muchos países asiáticos ha dado resultados que en Europa no están llegando precisamente por la incerteza en su aplicación. No tengo la impresión de que se haya partido de un análisis real de las características, las fortalezas y las debilidades de nuestro sistema de convivencia, como en cambio sí se ha hecho en otros países. He intentado leer algo acerca de cómo algunos de ellos han conseguido resultados tan asombrosos: casi 10 000 afectados y sólo 139 muertos en Corea del Sur; 1500 afectados y 49 muertos en Japón; y los más impresionantes, en mi opinión, que son los 5 muertos en Tailandia, los 4 en Hong Kong, los 2 en Singapur, los 2 en Taiwán, ese increíble 0 en Vietnam… Con lo cerca que están todos de ese sureste de China donde empezó todo, y lo hiperconectados que están con esa área. Y hay algo que me fascina: que todos ellos han apuntado sobre las fortalezas de cada país. Singapur y Corea han apuntado sobre la tecnología; Taiwán y Vietnam sobre el civismo y el control de las entradas. Algunos de esos países tienen una sanidad pública muy potente, otros la tienen esencialmente privada; algunos tienen un poderío tecnológico evidente, otros no tanto; y cada uno ha sabido buscar una coherencia entre sus posibilidades y su cultura.
Y luego está la comparación, incómoda dónde las haya, con las enfermedades respiratorias ligadas a la gripe, que causan entre 300 000 y 500 000 muertos al año en todo el mundo. Ya lo sé, todo el mundo lo sabe a estas alturas: el coronavirus no es una gripe. Ok. Pero veremos si realmente generará más víctimas. Puede que sí. Seguro arruinará la vida a más gente, abordado como lo estamos abordando. Pero esto que estoy diciendo, hoy en día, no es políticamente correcto. El discurso oficial ha calado tan hondo (quizás porque hay una humana necesidad de sentir que el esfuerzo individual tiene sentido, algo que respeto profundamente) que supongo molestaré a varias personas, al escribir esto. No es mi intención. Sólo quiero molestar a los desgraciados que tras permitir con sus votos el saqueo de la sanidad pública, el empobrecimiento de las arcas del estado y la precarización del mercado laboral ahora tienen la cara dura de achacar a un gobierno como el que tenemos ahora en España toda la culpa de lo que está pasando. Las responsabilidades que podemos pedir al gobierno actual son poca cosa frente a las que deberíamos reclamar a los gobiernos anteriores (estatales y autonómicos), sin olvidar la losa inaudita que ha representado la delirante política económica impuesta durante estos años por la Unión Europea. Pero incluso dentro de la indecencia ética en la que se ha convertido esta Europa en ruinas se puede mantener la cordura, como demuestra, una vez más, el caso de Portugal (ya van años que de ese país llegan lecciones).
Yo no sé de epidemiología y no sabría llevar adelante todo esto. Sé hacer otras cosas y espero poder seguir haciéndolas. Únicamente me reservo el derecho a no aplaudir una situación en la que nos está metiendo no sólo el maldito virus, sino también una sombría sinergia colectiva, cuya trayectoria no empezó este pasado enero en Wuhan. A quien aplaudo, cada noche a las 20:00, es al personal sanitario, que está siendo, en España y en todo el mundo, el verdadero colectivo a quien amar y a quien agradecer todo lo que están haciendo, personas de todas las edades a menudo dejadas solas ante el peligro por la irresponsabilidad de quienes deberían respaldar su actuación (véase, para citar sólo un caso emblemático, el caso del Hospital de Albacete, que me toca especialmente de cerca porque ahí trabaja una persona querida, donde han faltado mascarillas, guantes y batas durante días y días y sólo se ha conseguido mejorar en parte la situación gracias a un crowfunding mientras el director del mismo centro aseguraba a los medios que nunca había faltado de nada).
Espero de corazón que todo el mundo que esté leyendo estas líneas no tenga que lamentar víctimas cercanas. A partir de ahí, veremos cuándo y cómo podremos volver a tener una vida cultural como aquella por la que estamos luchando. Y veremos si seremos capaces de contribuir a hacer de este mundo un mundo mejor, que falta nos hace.