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El grito pianístico de Susan Campos

Conozco a Susan Campos-Fonseca desde hace muchos años. Y estoy acostumbrado a que me sorprenda una y otra vez. Toda su extraordinaria carrera está marcada por giros inesperados y apuestas valientes, de aquéllas que te desafían continuamente.

Hace unos meses anunció que su siguiente álbum iba a estar dedicado a la música pianística de Marvin Camacho-Villegas, compositor costarricense ampliamente reconocido internacionalmente. Algo no cuadraba: Susan es muchas cosas —musicóloga y pensadora de máximo nivel, activista, poetisa, artista experimental, directora de orquesta de formación y unas cuantas cosas más— pero no una pianista concertista que identificaríamos de entrada con la interpretación de un repertorio pianístico anclado a la tradición académica.

Como no podía ser de otra forma, con lo que me encontré fue con una sorpresa. Una más, pensé. Pero en este caso esa sorpresa me interpelaba de un modo muy directo, y por partida doble. Por un lado, porque la “interpretación” que Susan Campos propone en este disco es una interpretación que desafía cualquier posible acepción de este problemático vocablo, algo que se reanuda directamente con mis inquietudes al respecto y mis propias acciones performativas a partir del repertorio clásico europeo. Por el otro, porque la búsqueda técnica en torno a las posibilidades sonoras del piano es un elemento omnipresente a lo largo de las nueve pistas de este álbum.

Indigenae es un álbum de música para piano. Pero la acción creativa de la pianista que lo ha realizado permea cualquier rincón, hasta el punto de que se convierte en un álbum de música “de” y “para” una pianista. Música que parece haber sido escrita para ella, como si estas obras hubieran sido escritas para hacer posible este proyecto. No ha sido así: las obras estaban ya compuestas, y en más de un caso habían sido grabadas por otras personas con anterioridad, incluido su propio autor. Pero cuando escuchas este álbum, si ya conoces algunas de las obras aquí interpretadas, todo lo que podías tener en tu memoria se convierte pronto en un simple referente. La acción creativa es brutal. Literalmente. Y esto es cualquier cosa menos un atentado en contra de las obras, y menos aún una ofensa a ese imaginativo compositor que es Marvin Camacho, personalidad abierta donde las haya. En efecto, si sus obras se han prestado tan bien a esta acción creativa es, en primer lugar, mérito suyo y de esa forma de escribir en la que la tradición europea dialoga en libertad con un sentir latinoamericano que aquí se explicita partiendo precisamente del potenciar de las estructuras que él mismo ha plasmado en el pentagrama. Cabría incluso preguntarse si esto mismo no debería ser un objetivo para cualquier artista que escriba una partitura: que quien las interprete las sienta como una entidad viva con tanto potencial como para adquirir formas como las que aquí encontramos. Formas tan distintas, por ejemplo, de las que el propio Marvin Camacho dio a sus Haikus (cuatro de los cuales conforman la primera parte de este álbum) cuando los grabó en su álbum Rituales y leyendas, publicado en 2012. Y si, en otros casos, ésta es la primera grabación mundial, la ausencia de una referencia previa no impide que precisamente al escuchar lo que Susan Campos hace obras como Sorbones y Kö yöno tengamos la seguridad de que otras lecturas muy distintas son posibles.

Aquí, en todo momento, vemos la coherencia de una propuesta concreta, cuya estética de contrastes extremos sigue la línea que ya habíamos encontrado en el anterior álbum de Susan Campos, el impresionante Suicidio en Guayás grabado junto a Fredy Vallejos. Pero lo que en ese caso era el producto de una producción electrónica muy elaborada, aquí se concentra en una propuesta acústica, cuyas únicas intervenciones electrónicas se limitan al tratamiento de las puntuales intervenciones de la voz en los tres Sorbones. Y no hay otros instrumentos, a parte de la marimba que dialoga con el piano en Kö yöno. Cuesta creerlo, en varios momentos, tan sorprendentes son los sonidos que brotan de ese instrumento. Pero esto convierte la fisicidad de la producción del sonido, en todas sus dimensiones, en un elemento decisivo.

No vemos a Susan manipular su piano, preparándolo primero y tocándolo luego. Pero la escucha del puro audio es imposible no vincularla a esa experimentación que es sonora pero también corporal, hecha de física de los materiales (por la sorprendente preparación del instrumento) y de la corporalidad que imaginamos a través de los audífonos. Ese cuerpo humano que es el territorio por excelencia de la violencia colonizadora, y que por ello se vuelve espacio de luchas y reivindicaciones hoy más necesarias que nunca, se proyecta en ese piano con una actitud de rebeldía que recoge experiencias antiguas y nuevas.

Impregnan este álbum las llamadas “técnicas extendidas”, y en particular la producción del sonido actuando directamente sobre las cuerdas de las que Henry Cowell fue maestro indiscutido. Y la preparación del piano, que asociamos inmediatamente a John Cage, está detrás de muchos de los efectos más sorprendentes. Pero en la interacción entre manos y voz humana —de esa voz susurrada que no busca en el piano un “acompañamiento” sino un colaborador en igualdad de condiciones, lejos de cualquier jerarquía— oigo también el eco de la inolvidable Nina Simone, y de la que es, en mi opinión, el más logrado ejemplo de melólogo de los tiempos recientes, el De Profundis de Frederic Rzewski.

Cowell, Cage, Simone, Rzewski: cuatro pianistas, cuatro gigantes de la música americana, cuatro figuras incómodas que vivieron en sus carnes las dificultades de abrirse camino en un mundo musical marcado por la herencia decimonónica. Y cuatro artistas que, de formas muy diversas, tuvieron que lidiar con un conservadurismo burgués que fue especialmente despiadado cuando en juego estaban las identidades de género. Si la carrera de Nina Simone se vio marcada para siempre por su ser una mujer afroamericana que de niña quería ser pianista clásica, el caso de los 15 años de cárcel a los que fue condenado Cowell en 1936 por ejercer en libertad su bisexualidad es un ejemplo no menos impactante, agravado por el vergonzoso silencio de toda la comunidad musical, que no movió un dedo para denunciar el caso.

Profunda conocedora de este legado, Susan Campos lo vuelca en los 40 impresionantes minutos de este Indigenae recién publicado. Su referente imaginativo está más al sur de esos Estados Unidos donde Henry Cowell y Nina Simone desarrollaron su imaginario: está en los mundos audibles de los pueblos indígenas de la región de Talamanca, en su Costa Rica natal, los Bribri-Cabécar. Pero el alcance de su investigación sobre ruido y colonialidad interior trasciende cualquier frontera. Este álbum es un grito contra esa “autocomplacencia colonizada y colonizante” de la que nos habla Antonio García Gutiérrez en su Identidad excesiva, una autocolonización que nos permea en todo momento, vivamos donde vivamos. Y ese grito tiene la forma fascinante de una artista que con su cuerpo repiensa ese piano —instrumento europeo y burgués como ningún otro— para extraerle otros sonidos, para contarnos otra historia, para decirnos que otra convivencia es posible si repensamos nuestras categorías, nuestros límites, nuestras jerarquías.

El encierro

En estos últimos días diversas personas queridas me han comentado que les sorprende que esté tan callado en las redes sociales. Y es cierto.

Lo estoy por varios motivos. El primero es logístico. Este “todo el mundo en sus casas” puede sonar muy igualitario, pero es justo lo contrario. Estar solo o acompañado, con o sin niños, con o sin jardín, con o sin buena relación con las personas con quienes compartes tu vivienda, así como tener a personas mayores en casa o no, tener un trabajo retribuido o no, tener perspectivas futuras o no, tener una edad u otra… Todo contribuye a que la casuística sea de lo menos igualitario que hay.

El tiempo y la tranquilidad que toda esta situación nos deja, concretamente, varía totalmente según las circunstancias, exactamente como estar todo el día en casa puede suponer una amenaza económica terrible o no dependiendo de cuál sea nuestra situación laboral. Yo tengo a personas de mi entorno que directamente no saben cómo dar de comer a sus hijos. Tal cual. No es mi caso, por fortuna. Ni siquiera tengo, este semestre, multitud de horas semanales de clase por impartir. Pero sí vivo en un piso de 60 metros cuadrados, con una pareja (maravillosa, eso sí) y dos niños, y sin un piano en condiciones. Y cuando leo los relatos de quienes tienen tiempo para leer libros y ver series y películas, o veo a quienes están estudiando y retransmitiendo sus interpretaciones en directo en las redes, me parece estar viviendo en otro planeta. Me alegro por quienes lo pueden hacer. Yo no. Si el encierro te pilla viviendo solo en casa, o en pareja, tienes una situación. Si tienes niños, todo cambia. Del mismo modo que, durante años, disfrutas de los fines de semana en familia, sí, pero éstos son cualquier cosa menos un descanso. Descansas, si acaso, los lunes, cuando los niños por fin están en el cole, si no coincide que tienes un día repleto de clases u otras actividades. Y si encima no tienes jardín ni un balcón mínimamente practicable, la cosa se complica ulteriormente.

Ahora bien, lo principal es que estamos bien, tanto Sílvia, los niños y yo como también mis padres, que viven en Italia y precisamente en la zona norte, el epicentro del horror. Un horror, no lo olvidemos, que es el resultado no sólo de la propagación del virus en sí misma, sino de décadas de abandono de la sanidad pública y del comportamiento inconsciente de muchos políticos y una parte de la ciudadanía. Aquí en España se está repitiendo el mismo guion que en Italia, con más irresponsabilidad si cabe por parte de la clase política, y de ahí que los problemas estén siendo aún más graves. Y no hemos llegado a lo peor todavía. La gestión de todo el asunto está siendo pésima, agravada por la debilidad estructural del estado y por el desmoronamiento cada vez más evidente de esa patética institución que está siendo la Unión Europea, incapaz de defender el interés común y únicamente orientada a amparar los intereses de los más poderosos.

Como todo el mundo, intento sobrellevar todo lo mejor posible. Yo tenía en estos meses, entre marzo y junio, una agenda que incluía conciertos y conferencias en España, Portugal, Italia, México, Costa Rica, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Turquía. 9 países. Todo suspendido, por supuesto, a la espera de ver cuáles de estas actividades se podrán realizar algún día y cuáles no. Pero comparando con la situación de tanta gente que está sufriendo mucho, mucho más, ni se me ocurre quejarme. Sólo deseo que esto acabe pronto; quiero ver cómo salimos (anímica y económicamente) y deseo que sepamos reflexionar acerca de qué hay detrás de todo lo que está pasando. La fragilidad del norte del mundo, supuestamente más “desarrollado” y más “poderoso”, se ha visto desenmascarada con una crudeza escalofriante; enteras naciones de rodillas ante este enemigo invisible y, sobre todo, ante la impotencia de un sistema que no sabe ni siquiera cómo comprar y distribuir a su propio personal sanitario unas míseras mascarillas que cuestan unos pocos dólares… Es algo increíble. Y muy revelador de los desequilibrios estructurales y las debilidades de nuestro mundo. Ojalá sepamos imaginar otro, en el que la solidaridad y el bien común tengan un espacio mayor, y podamos luchar para hacerlo realidad.

El problema es que, además de la real escasez de tiempo y tranquilidad mental para escribir (aunque creo que escribir este post va a ser muy saludable, en este sentido), entrar en las redes sociales me está resultando, en estas semanas, una experiencia francamente desagradable. Demasiadas son las cosas que no me gustan. Detesto el goteo interminable de previsiones catastrofistas acerca de “lo que pasará” y, aún peor, acerca de “lo que pasaría si no hiciéramos no sé qué”, precisamente ante una pandemia de la que todavía sabemos tan poco; me parecen literalmente pornográficas las cifras diarias de muertos y positivos; no me gusta ver como se está aceptando sumisamente el relato dominante como el único posible; y me parece desconcertante que el terror se expanda entre colectivos que tienen una probabilidad de fallecer por este virus infinitamente más baja de la que tienen cada vez que ponen en marcha su automóvil o encienden un cigarro.

Estamos encerrando a niños y mayores supuestamente por el bien de toda la población, pero el caso es que de este modo estamos institucionalizando una violencia que veremos qué consecuencias traerá. Y globalmente estamos poniendo en riesgo el futuro de la educación y el bienestar nuestros y de las próximas generaciones por una enfermedad que cuesta creer que pueda matar a más personas de las que matan anualmente las armas que producen esos mismos países ahora tan amenazados (un numerito, ya que están de moda: ya van 400 000 muertos sólo por la guerra de Siria). Ojo: puede que sí; quizás llegaríamos a millones de muertos, si no estuviéramos todo el mundo recluido en casa (aunque hay maneras y maneras de hacerlo, como se está viendo en la anarquía de medidas que hay en la propia Unión Europea). Y yo, como más o menos todo el mundo, intento ser lo más estricto posible con las normas. Pero reclamo mi derecho a no creerme el relato al 100%. Demasiadas son las cosas que no sabemos, de este virus, y no lo digo yo, sino gente que sí sabe de epidemiología. No sabemos por qué mueren tantos hombres y tan pocas mujeres, por ejemplo. Y no sabemos realmente por qué en ciertos países hay una mortalidad más alta que en otros, ni por qué en ciertos países se ha expandido tanto y en otros no tanto contando con medidas similares, ni por qué parece haber variaciones en las franjas de edad de las personas fallecidas según los países, por mucho que sepamos que el conteo sigue criterios diferentes en cada caso. Todos los supuestos expertos que escriben artículos sobre el tema acaban llegando al mismo punto: ninguna hipótesis consigue explicar con claridad las cifras de las que disponemos. Y es normal que así sea: conocemos todavía de una forma demasiado imperfecta el funcionamiento de este Covid-19. De ahí la importancia de la investigación, y no sólo de las medidas de prevención: una investigación que será aún más decisiva con el paso del tiempo, porque de ella dependerá que en el futuro sepamos hacer frente a otras embestidas de este virus u otros parecidos.

Por otra parte, si comparamos las víctimas del coronavirus contabilizadas hasta el momento de escribir estas líneas (25 000 en todo el mundo) con las de cualquier otra enfermedad grave (400 000 por malaria cada año, para dar una idea; insisto: cada año), me cuesta no pensar que todo este revuelo, incluida la investigación a contrarreloj que se está realizando en laboratorios de medio mundo, se está armando porque de malaria, o de dengue, o de otras tantas enfermedades muere sobre todo gente pobre y de piel oscura. Sin hablar, por supuesto, de la cifra pavorosa de personas que mueren cada día de hambre. Y me da una rabia horrible que se hable tan poco de lo racistas que están siendo las medidas que se han tomado en la propia Europa, y en España en particular, considerando cuánto amenazan la economía y la seguridad jurídica de los colectivos más débiles, en una sociedad en la que el neoliberalismo ha hecho estragos, en la que la precariedad laboral se ha visto avalada constantemente por gobiernos de diferentes colores, lenguas y banderas, y en la que los propios centros de acogida de menores se han vuelto un negocio siniestro creando situaciones escalofriantes en familias inmigrantes y en colectivos especialmente indefensos.

El discurso del “bajar la curva”, por otra parte, se está aplicando en Europa de manera chapucera, y a la vista están los resultados: el rigor con el que se ha aplicado en muchos países asiáticos ha dado resultados que en Europa no están llegando precisamente por la incerteza en su aplicación. No tengo la impresión de que se haya partido de un análisis real de las características, las fortalezas y las debilidades de nuestro sistema de convivencia, como en cambio sí se ha hecho en otros países. He intentado leer algo acerca de cómo algunos de ellos han conseguido resultados tan asombrosos: casi 10 000 afectados y sólo 139 muertos en Corea del Sur; 1500 afectados y 49 muertos en Japón; y los más impresionantes, en mi opinión, que son los 5 muertos en Tailandia, los 4 en Hong Kong, los 2 en Singapur, los 2 en Taiwán, ese increíble 0 en Vietnam… Con lo cerca que están todos de ese sureste de China donde empezó todo, y lo hiperconectados que están con esa área. Y hay algo que me fascina: que todos ellos han apuntado sobre las fortalezas de cada país. Singapur y Corea han apuntado sobre la tecnología; Taiwán y Vietnam sobre el civismo y el control de las entradas. Algunos de esos países tienen una sanidad pública muy potente, otros la tienen esencialmente privada; algunos tienen un poderío tecnológico evidente, otros no tanto; y cada uno ha sabido buscar una coherencia entre sus posibilidades y su cultura.

Y luego está la comparación, incómoda dónde las haya, con las enfermedades respiratorias ligadas a la gripe, que causan entre 300 000 y 500 000 muertos al año en todo el mundo. Ya lo sé, todo el mundo lo sabe a estas alturas: el coronavirus no es una gripe. Ok. Pero veremos si realmente generará más víctimas. Puede que sí. Seguro arruinará la vida a más gente, abordado como lo estamos abordando. Pero esto que estoy diciendo, hoy en día, no es políticamente correcto. El discurso oficial ha calado tan hondo (quizás porque hay una humana necesidad de sentir que el esfuerzo individual tiene sentido, algo que respeto profundamente) que supongo molestaré a varias personas, al escribir esto. No es mi intención. Sólo quiero molestar a los desgraciados que tras permitir con sus votos el saqueo de la sanidad pública, el empobrecimiento de las arcas del estado y la precarización del mercado laboral ahora tienen la cara dura de achacar a un gobierno como el que tenemos ahora en España toda la culpa de lo que está pasando. Las responsabilidades que podemos pedir al gobierno actual son poca cosa frente a las que deberíamos reclamar a los gobiernos anteriores (estatales y autonómicos), sin olvidar la losa inaudita que ha representado la delirante política económica impuesta durante estos años por la Unión Europea. Pero incluso dentro de la indecencia ética en la que se ha convertido esta Europa en ruinas se puede mantener la cordura, como demuestra, una vez más, el caso de Portugal (ya van años que de ese país llegan lecciones).

Yo no sé de epidemiología y no sabría llevar adelante todo esto. Sé hacer otras cosas y espero poder seguir haciéndolas. Únicamente me reservo el derecho a no aplaudir una situación en la que nos está metiendo no sólo el maldito virus, sino también una sombría sinergia colectiva, cuya trayectoria no empezó este pasado enero en Wuhan. A quien aplaudo, cada noche a las 20:00, es al personal sanitario, que está siendo, en España y en todo el mundo, el verdadero colectivo a quien amar y a quien agradecer todo lo que están haciendo, personas de todas las edades a menudo dejadas solas ante el peligro por la irresponsabilidad de quienes deberían respaldar su actuación (véase, para citar sólo un caso emblemático, el caso del Hospital de Albacete, que me toca especialmente de cerca porque ahí trabaja una persona querida, donde han faltado mascarillas, guantes y batas durante días y días y sólo se ha conseguido mejorar en parte la situación gracias a un crowfunding mientras el director del mismo centro aseguraba a los medios que nunca había faltado de nada).

Espero de corazón que todo el mundo que esté leyendo estas líneas no tenga que lamentar víctimas cercanas. A partir de ahí, veremos cuándo y cómo podremos volver a tener una vida cultural como aquella por la que estamos luchando. Y veremos si seremos capaces de contribuir a hacer de este mundo un mundo mejor, que falta nos hace.